lunes, 17 de mayo de 2010

SACRIFICIOS HUMANOS

No se sacrificaba al guerrero antes de la batalla con la intención de poner de su parte a algún dios que les ayudase en la refriega, pues no adoraban los descendientes de los pastores de pájaros a poderosos dioses idealizados a imagen y semejanza del hombre, sino a las todopoderosas fuerzas de la naturaleza que vivían preferentemente en las plantas; por lo tanto, cuando hablaban los antiguos del poder de sus divinidades tan sólo ensalzaban sus pócimas por encima de las del enemigo.



El guerrero sacrificado era el filtro necesario para que la pócima pudiese ser bebida por el resto de la tribu y aprovechar de esta forma la fuerza, agilidad y valor que otorgaba sin los efectos indeseables para la batalla, como atontamiento, náuseas y visión borrosa.

Como ejemplo puede servir la muscaria que formaba parte de muchas de esas pócimas. En la dosis adecuada dota al hombre de fuerza y resistencia sobrehumana durante unas horas, ¡pero!, tomada en primera ingesta, también produce efectos no deseables en el campo de batalla, como vómitos y visión borrosa. Solución: como el metabolismo humano filtra la muscarina, pero no así el ácido iboténico, bebiendo la orina propia o de otro que ha comido muscaria tendrás exclusivamente los efectos deseados.

Envuelto en toda la parafernalia propia de la circunstancia subía el guerrero al ara del sacrificio drogado y feliz. Ya en el altar, cuando el sumo sacerdote, el chamán, el druida, para comprobar que el efecto de la droga era el deseado, y estaba en su punto álgido en el cuerpo del que iba a ser sacrificado, le hacía diversos tajos en zonas no demasiado sangrantes. Si la víctima ni gritaba ni desfallecía era el momento de un gran golpe en la cabeza que le rompía el cráneo, pero ni así bajaba del séptimo cielo el argonauta mental y la gente podía contemplar como seguía vivo y feliz. Era el momento en el que con un cordel se le apretaba el cuello, con la intención de que al cortárselo la sangre saliese disparada y aquella que estaba en la cabeza se mantuviese en su sitio, pudiendo así el sacrificado seguir consciente por un instante, y la tribu pudiese contemplar todavía vida y felicidad en aquellos ojos mientras ellos bebían su sangre. Ya completamente desangrado sería enterrado con todos los honores, armas y joyas, en el lugar donde las carnes no se pudren, en la turbera cubierta por aguas someras, y, para que no aflorara, empalado su cuerpo en tierras nórdicas con el sagrado abedul que tan amante es del agua; en otras partes, con ramas de roble y donde las había con estacas de tejo, el árbol primigenio del bien y del mal.

Bebida su sangre estaban preparados los guerreros para la gran batalla.


Esto sólo se hacía cuando la propia tribu corría peligro de desaparición, por eso no tiene nada de extraño que la mayoría de las víctimas encontradas se puedan datar en un periodo muy concreto, el del auge de las legiones romanas. Cuando eran ellos los que ponían en peligro a otros pueblos o se alistaban como mercenarios en otros ejércitos, tomaban un brebaje menos potente y no eran necesarios cuerpos de los que beber su sangre, pero no por eso era la pócima de Panoramix mucho menos demoledora. Maceraban ciertas hierbas los vikingos en su orina cargada de iboténico y luego la guardaban en un cuerno que portaban al cinto, tres días les duraba antes de echarse a perder, era su fuerza, era su locura, era la que les mantenía en pie durante mucho rato con heridas que a cualquier hombre tumbarían, por eso imponían, por eso se les temia. Famosa es la historia de los mercenarios celtas que se prepararon para la batalla, y como un poco antes de la refriega los contrincantes llegaron a un acuerdo, ellos, como no tenían con quien luchar, lo hicieron contra las olas. Cuentan que fueron muchos los que allí perecieron ahogados, mientras pasmados los otros guerreros no daban crédito a tanta vesania.

Para leer más ir a Pastores de pájaros.