jueves, 25 de septiembre de 2008

El árbol erica, el Caldero de Gundestrup y la bandera gallega


LOS PASTORES DE PÁJAROS




Tres cálices de oro sobre fondo azul, el color que según el antiguo simbolismo representa el conocimiento espiritual y el espacio vacío.

Esta es la más antigua bandera gallega de la que se tiene conocimiento, se encuentra en el Segar’s Roll desde 1.282. Donde muchos ven un error de representación por la semejanza de las palabras "Galacy y Cálice", yo tan sólo veo los tres cálices de las leyendas, el Coire Fhís, el Coire Éirme y el Coire Goir. Por estar esta bandera y otras que de ella fueron derivando recogidas en los antiguos libros de banderas de varios paises está claro que nadie ponía en duda tales atributos como representativos de Galicia, que bien podía alguno de ellos tener la tentación de arrogarse tal honra. Por esto y por muchas otras cosas, quizás algún día tambíen aceptemos los gallegos que la tierra de Breogán fue el origen de esos tres calderos. ¿Razón de pie de banco? ¡Qué va!


Por darle un poco más de estabilidad al razonamiento pongámosle un segundo pie al banco, ¿por qué nadie cuestionaba el privilegio por el que tan sólo los gallegos podían estar de pie mirando al frente durante el alzado de la eucaristía? Así acontecía en toda misa de campaña hasta hace poco. Las tropas gallegas del Gran Capitán todavía hacían valer este privilegio.


Pongámosle un tercero, ¿acaso no nos hablan las leyendas del Lebor Gabala del origen gallego del pueblo que desembarcó en las islas? ¿No nos cuentan acaso el origen milesiano de Merlín?


Para mejor equilibrarlo pongámosle un cuarto pie, ¿por qué en un principio la cúpula pintada por Fernando Gallego era conocida por el cielo de los gallegos? Aunque con distintos santos, ¿es que no representan lo mismo su cúpula y el caldero de Gundestrup? Voltead el caldero y veréis.


Para que nadie se caiga del banco pongámosle el respaldo. ¿Por qué una gran cantidad de pueblos que se extendían hasta la China peregrinaban a Galicia mucho antes de que se hiciera a Jerusalén, Roma, o La Meca? ¿No os lo creéis? Está documentado por un monje nestoriano que el pueblo de los tocarianos o Cans Roig, pueblo mítico en las leyendas chinas que ha dado razón de su existencia en excavaciones "recientes", peregrinaba a Galicia.


Pónganse cómodos, aquí les dejo un reposapiés.


Es la oca símbolo universal de la creación y ya los celtas y preceltas, los pastores de pájaros que de ellas vivían, la tenían como emblema de su pueblo. Era y fue la huella dejada por su pata el distintivo del iniciado.


Cuando el cristianismo comenzó a arraigar, los mandamases se encontraron con milenarias tradiciones difíciles de erradicar, una de ellas, fue el camino de las ocas, que llevaba a un campo de estrellas al que se llega por un laberinto que es necesario recorrer para renovarse por dentro. Así hablaban los pobladores que habitaban a lo largo del camino, cuando los de Cluny, Císter y templarios le metieron mano a la historia. De todas formas quedan vestigios por todas partes, sirvan como ejemplo este cristo de la iglesia del Crucifijo de Puente la Reina y estas dos ilustraciones de un manuscrito del Beato de Liebana.


Como pilares de esta creencia, Iaccos, el dios celta de la salud espiritual, la esencia de las plantas que permite el gran viaje interior que toda persona debe realizar al menos una vez en la vida y Nuadu el dios celta de la sabiduría, el de la mano cortada, el de los atributos de las figuras de San Andrés.


El azul no es un color elegido al azar, está presente en todas las antiguas religiones. Egipcios, chinos, hindús, babilonios, griegos, romanos, incluso aztecas y mayas, todos sin excepción le atribuían las misma propiedades. Para el pueblo japonés el significado de la palabra azul implica juventud. El pueblo celta enterraba a sus niños envueltos en azul y sobre su tumba no faltaba alguna señal teñida de ese color.



Allí donde veáis un buda la pared del fondo siempre estará pintada de azul, en las policromías de las iglesias es el color más abundante principalmente en los fondos, en los templos griegos y romanos, cornisas y tímpanos.



¿Cuál es la razón? No es por estética, ni porque sobre él, al ser el color intermedio, destaquen sin dificultad los demás; el azul es el color relajante por excelencia, el que mejor predispone para que el viaje iniciático sea placentero y enriquecedor. Si es que no lo saben, es algo que todo drogadicto debería saber.


Aunque se haya perdido la razón del porqué de la importancia de esta combinación de colores para los gallegos, por haberse mantenido en el tiempo la frase "oro sobre azul", equivalente al dicho castellano "miel sobre hojuelas" con el significado de mejor que mejor, creo que dilucida cualquier duda sobre su trascendencia para los descendientes de Breogán.


En algunos idiomas, aun hoy, la palabra azul además de al color define al borracho, al colocado, claro que hoy en día de forma despectiva, como mucho cariñosa. Nada que ver con los orígenes, cuando el viaje era un rito de iniciación por el que pasaba toda la comunidad al llegar a cierta edad.



También se explica en estas páginas el por qué Excalibur estaba enfundada en una roca y el por qué la Dama del Lago era su legítima dueña y no faltará la explicación del origen del botafumeiro y todos sus hermanos menores.


Lo que a continuación sigue son trozos de capítulos de una historia que arranca allá por el mes de marzo de 1.492, protagonizada por dos muchachos de Ancares reclutados como escuderos por Fernando de Andrade y el hijo bastardo reconocido de Rodrigo Enríquez Osorio, conde de Lemos. Los cuatro, tras una semana de iniciación, son sometidos, junto a Juan, hijo de Ruy Díaz, estudiante de derecho en Salamanca, al último ritual del taurobolio celebrado en Galicia.


LOS TRES CALDEROS




El caldero de Gundestrup
La Biblia Celta en Imágenes
Fuente de las imágenes del caldero de Gundestrup: Diccionario mitológico y folklórico céltico y distintas páginas web.


Ocho placas externas repujadas en plata, cuatro dioses y cuatro diosas representando las cuatro estaciones, en origen bañadas en oro en alegoría a los rayos del sol que como sabido era le prestaban la luz a la diosa Selene. Iluminado por los conocimientos astronómicos de los babilonios, en los que bebiera, Thales de Mileto ya había dejado constancia de este fenómeno. ¡Qué listos los babilonios!, bueno, tampoco hacía falta ser una lumbrera para percatarse de que la luna no brilla por sí misma; basta con ver un eclipse solar, pues cuando la luna se pone delante del sol y lo oscurece ésta no pasa de ser un mero disco negro. Él había tenido la fortuna de ver uno hacía dos años y puede que, por el azar de los dados celestiales, había nacido el 29 de julio de 1.478, día de Santa Marta. Según le había dicho su abuelo se dio aquel día el más tremebundo eclipse de sol. Contaban las crónicas que incluso se veían las estrellas en el cielo como si fuese de noche y la gente inculta, la gran mayoría, despavorida había buscado cobijo en las iglesias.


Como la actual época de Piscis, reinado del nuevo dios, ya duraba 1.500 años, aunque la elaboración del caldero fuese del año 100 antes de Cristo, basándose en la placa fija del fondo que marcaba el eje Tauro-Escorpión, estaba claro que el referente eran las tablas astrológicas de hacía 5.800 años, cuando, coronándole rey, coronándole dios, el sol había comenzado a salir en primavera en la casa de Tauro. He ahí el Apis egipcio, he ahí el toro babilonio, que habían simbolizado la divinidad durante más de 2.000 años. Marcaba Tauro la gran sequía que había obligado a gran parte de la humanidad a echar mano de la agricultura, cuando la árida espada de fuego expulsó a la humanidad del Paraíso.


Aquel caldero desempeñaba la función de almanaque celeste, pues indicaba a quien supiera leerlo dónde y cuándo buscar las constelaciones en el cielo, ejercía también de reloj celestial con la aguja en el eje imaginario Tauro-Escorpión de la única placa fija, la del fondo, que anclada en el tiempo servía de referente al desfase de 360 grados que se da cada 26.000 años, tiempo que dura un año celestial en el que cada signo zodiacal representa uno de sus meses de 2.160 años. Aquellas placas, de acuerdo con los nuevos tiempos en cuanto a la figuración, habían dejado atrás la simbología propia de los los pastores de pájaros que se basaba en puntos, espirales sencillas, dobles, triples y trískeles. Con cada placa figurativa en su sito, aunque aparentemente perdida su razón de ser original, girándolas cuando correspondía se contrarrestaba el desfase estelar que había dejado atrás Tauro, Aries y prácticamente Piscis, a consecuencia, como ya había contado el babilonio Kidinnu de Sippar, de la precesión de los equinoccios debido al movimiento de la tierra en el espacio. Aquel fenómeno incluso le afectaba, aunque a más largo plazo, al cambio de la estrella que ejercía de faro marcando el septentrión. Tan sólo las que moraban en el centro de los cielos se habían mantenido permanentemente visibles todas las noches del año a lo largo de los milenios que habían visto pasar las diferentes civilizaciones, aunque no en el mismo sitio, pues Arturo, perteneciente a la constelación de Boyero en la prolongación de la cola de la Osa Mayor, que había sido el referente del norte en la bóveda celeste hasta hacía 3.500 años, le había cedido el puesto a la estrella Polar de la constelación de la Osa Menor, que lentamente cada día se acercaba más a ese punto, y, según las tablas de su abuelo, seguiría aproximándose 700 años más. Llegaría allí, año más, año menos, en el 2.200 y a partir de ahí siguiendo su derrota se alejaría, como antes lo había hecho Arturo. Entre llegar y marchar de su reinado transcurrirían 8.660 años, antes de cederle su puesto a Vega. Cualquiera de las tres tardaría 26.000 años en volver a estar en el mismo punto.


Como constelaciones, figuras arbitrarias dibujadas por el magín del hombre, con un simbolismo adecuado al periodo de tiempo y a las razones prácticas y didácticas para las que habían sido creadas, pocas eran las que seguían manteniendo el diseño original; entre esas pocas: ¡las serpientes!, que ya lo eran de antiguas civilizaciones. La boreal y barbuda Draco, con sus carámbanos de hielo adornándole cara y cabeza, que en su girar circumpolar con su cabeza amenazante acota los hielos permanentes, al mismo tiempo que con su aliento húmedo y vivificador refresca la tierra; y la ecuatorial Hydra, la del aliento ponzoñoso y llameante, la que nos echó del Paraíso, la que se enrosca en el eje de la eclíptica, llamada por algunos el árbol de la vida, línea imaginaria por la que navegan el sol, los planetas y las constelaciones que el hombre hizo zodiacales. Ellas son las dos serpientes que Hera, con sus distintos nombres de diosa madre, puso en la cuna a Hércules y a todos sus homónimos. En verdad sólo acotaban la cuna del hombre, el sitio más adecuado para vivir hasta que Hércules domeñando la naturaleza, con sus doce trabajos, amplió la zona de influencia del ser humano desarrollando la ganadería y la agricultura.


Aunque el santo del mes ya no estaba en su casa, como consecuencia del desfase zodiacal a lo largo del tiempo, de igual modo se seguía celebrando la misma fiesta al santo que en su girar constante ocupaba la casa dejada por el que se había ido. Esto implicaba errores graves a la hora de aplicar el almanaque celeste al día a día de la vida cotidiana, por eso los egipcios buscaron referentes mas perdurables en el cinturon ecuatorial donde ubicaron 36 decanos que regían 360 días de su almanaque solar, dejando sin asistencia divina los cinco días restantes.


El pueblo de los pastores de pájaros, ya de antiguo consciente del problema que les acarreaba el desfase, con el consiguiente desajuste de los pilares de sus relojes celestes, los côrgawr, pid a los orfebres que elaboraron aquel caldero que representaran el quehacer de las cuatro estaciones en ocho planchas exteriores móviles y colocasen en el interior las festividades de cada una de ellas que, junto con la de Samain, rememorarían las cinco fiestas principales.



Le Chaudron de Gundestrup


¡Allí!, enfrente de él, abarcándolo casi todo, mirándole fijamente con sus ojos saltones de esmalte rojo, cual Dolorosa representada en busto, ¡la diosa madre! Cara chupada, coronada su frente por múltiples trenzas, ¡siete!, más estilizadas que las siete que envolvían la cabeza de la obesa y multi-tetuda diosa madre originaria, sin embargo las mismas siete representativas de los siete días de la semana, de los siete días de cada fase lunar. El torques alrededor de su cuello simbolizaba su potestad. Reposando en el seno de su madre, cerca de su corazón, teniendo por almohada el amoroso brazo izquierdo de la diosa, pasando el invierno en los dominios de Teutates, Math, el rey herido, que en tiempos de paz no puede vivir sino es con los pies en el regazo de una virgen. También se le podía llamar Smertrius, o Chulainn, o Hércules, o…, Boyero, el pastor, que en invierno dormía en casa, el que en tiempo de invernada podía extraer el mineral de las entrañas de la tierra, por algo era el último trabajo de Hércules.


Hércules, ¡se le llamaba de tantas formas al domador de la naturaleza! Cosa curiosa, su nombre venía a significar el bien amado de Hera, sin embargo la tenía como enemiga mortal, aparente incongruencia fácil de explicar. Hércules, si no quería depender del antojo de la naturaleza, tenía que dominarla imponiéndose a muchos de los otros hijos de la diosa. Por allí también estaba el perro de la casa, el que tenía que acompañar a las simientes y a las almas para protegerlas. Había quien creía que, aquellas dos figuras, hombre y perro, eran los cuerpos de los que en cada una de las cuatro grandes fiestas se sacrificaban. La verdad es que sí lo eran. Formaban parte de la correlación: yo te quito, yo te doy.


El hombre inmolado también era la personificacion de Osiris, que a su vez era la representación humana de las simientes enterradas a lo largo del año, sembradas sobre todo en diciembre y en junio: Jesús y San Juan.


En pequeño, de cuerpo entero, sentada a la derecha de la diosa sobre la tierra, como si fuese una emanación de sí misma, medio cuerpo dentro de su propio seno y el resto en el mundo superior, al que aportaba la energía de vida, Isis.


Sobre ella, el perro del dios de los muertos, dueño y señor del más allá, esperando de pie para engullir al dios en la línea del horizonte. Por lo que sabía de la simbología egipcia estaba todavía más claro, el perro puesto en pie era Upuat, el abridor de caminos, símbolo del solsticio de invierno.

Entre la emanación de sí misma y la gran diosa, el brazo derecho de ésta levantado no mostraba ni palma ni espiga, sus atributos originales, sino que a modo de árbol invertido, árbol sagrado, enterrada su copa, mostraba sus dedos como desnudas raíces al cielo, o sencillamente como otoñales ramas desnudas de hojas. Fueran raíces o ramas, sobre ellas, una constelación, un pequeño pájaro, de cierto que un cuervo, representación entre otras muchas cosas de la guerra, pues allí estaba, sempiterno, sobre todo cadáver en el campo de batalla. Simbolizaba al belicoso guerrero Bel aguardando el buen tiempo, en el que las batallas no sólo eran permitidas sino de obligado cumplimiento. También se le podía atribuir el significado de Hermes o Apolo Hiperbóreo, pues el cuervo era su animal simbólico cuando el sol se iba a dormir. El cuervo, el dios negro, héroe del otro mundo, reina sobre los TuathaDanann, el pueblo del más allá. Cortadle la cabeza y llegará el color blanco, el cuervo blanco, la luz de la noche, la luz del día.

Apolo el de los muchos nombres: Apolo Naciente, Apolo Omphalos, Apolo Hiperbóreo; Hermes Trimegistro, el tres veces grande; Osiris, Horus, Set; Teutates, Esus, Taranis; Mitra, Ormuz, Ahriman; ¡se le llamaba de tantas formas al que en el mismo día eran tres!: el sol naciente, el sol del mediodía, el sol del atardecer, representado en todo momento y lugar por la cabeza tricéfala mirando a oriente, a mediodía y a poniente. El del mediodía, el Apolo Omphalos u ombligo del mundo, siempre estaba en el centro del país al que pertenecía, pues qué pueblo no tiene su naciente y su poniente. ¿Acaso no era Santiago el Omphalos de los gallegos? ¿Acaso no era El Cebreiro con su cáliz, con su caldero, con su grial del que tanto se hablaba, el oriente de los gallegos y el poniente de los bercianos? ¿Acaso no era Fisterra el lugar del Apolo Hiperbóreo? El cuervo, el Apolo Hiperbóreo, el Hermes negro, a quien estaba aguardando el perro del más allá para devorarlo.


¡Cuánto habían cambiado las cosas! Como sacrificio supremo para volver a renacer en el otro lado del mundo, poco a poco el cuervo había ido dejando paso al héroe al que se le corta la cabeza en la línea del horizonte. Así pidió Bran ser sacrificado, así pidió Brennus que le cortaran la cabeza sobre su escudo, así fue servida la cabeza de San Juan, figura repetida por guerreros, dioses y santos en la mayoría de las religiones, así le fue cortada la suya a Prisciliano.


Roen los cuervos el cuello de los hombres
Mana la sangre de los guerreros


Tenía a bien decir Morrigan.


Llegaban los cuervos
hasta los cuerpos de los guerreros
para llevar hasta las nubes,
de las heridas y de las llagas,
gotas de sangre y pedazos de carne


Cantaba otro poema.


Después de muerto Cú Chulainn sobre su hombro se posó un cuervo, el inseparable compañero de una de las tres diosas, de Morrigan, la diosa que podía metamorfosearse en aquel pájaro blanco, al que Apolo condenó a ser negro por no vigilar como era debido a su amada e infiel Coronis, a la que tan sólo perdonó por estar preñada de él, de aquella hornada había nacido Asclepio. El cuervo, por aquí y por allí, por todas las esquinas del mundo conocido, tenía que ver con un guerrero que más que muerto estaba dormido y que despertará cuando los cuervos desaparezcan del lugar. La explicación, una vez más, había que buscarla en el estrellado cielo, pero ahora lo importante era la diosa, era Morrigan, a la que en algunos sitios se llamaba Deméter la negra. En Egipto era la enlutada Isis, y hoy en día, en otros muchos sitios, a escondidas de la Iglesia, se le daba el nombre de Dolorosa, aquella por la que desde 1.233 los servitas llevaban demandando al Papado que la aceptase en el seno de la Iglesia y les permitiese honrarla el 15 de septiembre.


En la parte superior, flanqueando la cabeza de la gran diosa, con las alas abiertas, una pareja de grandes pájaros mirándose fija y amorosamente el uno a la otra como sólo lo hacen las grullas. Representaban la migratoria comida que venía del cielo allá por octubre y noviembre. Con la llegada de la primavera, excepto los domesticados, volverían a criar al septentrión.


Ejemplo del renacer en todas las civilizaciones, las grullas, con sus alas desplegadas y mirando de perfil, también se podían interpretar como aves fénix, aquellas que resurgen de sus propias cenizas, las que se relacionan, incluso en China, con la creación de la música y de la danza propias de los rituales del nacimiento y de la muerte. También se podían entender como lo hacían los egipcios: Ka la energía que nace con uno y Ba la que crea cada individuo según sus actos a lo largo de su vida.


Por ser las aves reconocidas universalmente como símbolo de la resurrección, todo aquel que era deificado era investido con una cabeza de pájaro. Era la explicación al ciclo de la energía, pues como todo es limitado, para que se pueda seguir dando la vida, la energía de los seres muertos de alguna manera huye de la materia muerta y putrefacta para seguir alimentando el ciclo vital.


También se podía pensar en las tres ocas, en las tres grullas; si en aquella placa tan sólo había dos en el cielo, la otra, de cierto que era el cuervo, pues Morrigan podía ser las dos cosas. Eran, ciertamente, los dos pájaros que siempre llevaba la diosa Hariti sobre sus hombros, protectora de la infancia a la vez que ogra, tal cual la diosa Rhiannon. Fábula que explicaba bien la dependencia del pueblo de los pájaros para alimentar a sus hijos en pleno invierno, cuando, huyendo del frío, a sus tierras llegaban a invernar los pájaros polares en el otoño, claro que también eran de agradecer los que en primavera llegaban huyendo del sofocante calor de las tierras tropicales.


En la parte izquierda de la placa, una mujer de cuerpo entero peinaba a la gran diosa. ¿Sería la representación de la constelación Coma Berenices? Según narraba el poeta alejandrino Colímaco, Berenice, mujer de Tolomeo Evergeta, rey de Egipto, había hecho voto de que, si su marido regresaba vivo de la guerra, ella ofrecería su cabellera a Venus. Regresó el rey sano y salvo y ella cumplió su promesa, los dioses agradecidos pusieron aquella cabellera en el cielo junto a Virgo, entre la cola de Leo y Boyero. Claro que, impulsada por todo lo contrario, como muestra de dolor por la muerte de su marido, Isis se cortó el cabello.


Pero la realidad de aquella escena quizás reflejase aquel otro pasaje que nos habla de cuándo Isis se desplazó a Biblos en busca de su hijo y, al llegar a aquella tierra, se sentó al pie de un pozo, ¿Crater la constelación?, y nada dijo hasta que llegaron las sirvientas del rey del lugar, y, entonces, saludándolas se puso a trenzarles el cabello humedeciéndoselo con su perfume divino. ¿Quién no ha olido el aroma de la tierra húmeda al trabajarla? ¡He ahí a Neftis! ¿El peinar a la diosa madre, la tierra, era acaso el símbolo de pasar la grada por los campos? ¡Ciertamente!


¡Por supuesto! Todo aquello se podía interpretar por el rito egipcio, por el griego, por el babilonio, por el cristiano, ¡allí estaba todo! Una vez más se daba de narices con el mes de Athyr. Tenía que recordar que se refería al día 17 del año 28 de Osiris. Abarcaba aquella placa desde mediados de Septiembre, que era cuando Isis se vestía de luto y cortándose un mechón se echaba a los caminos, hasta el 25 de diciembre que paría a Harpócrates, Horus niño. Era Athyr la antigua diosa que cobijaba en su seno al grano, antiguamente representada por una vaca con un sol en cada cuerno, hasta que Isis la desplazó en los altares.


Sabía que los griegos festejaban los grandes misterios eleusiacos consagrados a Deméter a finales de septiembre y duraban diez días. El rito consistía, como en los demás países, en preparar el grano seleccionado para la siembra, era tiempo del encalado, del sulfatado, para que Dios mediante, mientras se aguardaba la época idónea de sembrarlo, no se echara a perder y volviese al seno de la tierra lo más protegido posible de todo tipo de pestes, especialmente de su gran enemigo: el gorgojo. Bienaventurados aquellos que tenían en su país manantiales de aguas alcalinas o sulfurosas en que lavar el cuerpo del dios y empaparlo en aquello que lo protegía.


La siembra comenzaba 15 días después de difuntos, de mediados de noviembre en adelante y terminaba antes del 25 de diciembre, pues esa era la fecha en que Thot en la partida de damas le había ganado al cielo los cinco días necesarios para que naciesen Isis, Osiris, Neftis, Horus y Set, ese era el día de la madre y no por casualidad coincidía con la parte media de la época oscura del año: el solsticio de invierno.


Correspondía el primer mes de aquel tiempo, en el mundo celta, con el mes de Muin, que iba del 2 al 27 de septiembre, mes de vendimia, mes de manzanas y peras. He ahí la otra parte de la eucaristía, he ahí la otra parte de los misterios: la elaboración del vino y la sidra.


En aquella maraña de figuras que tenía delante, tal cual lo repujaría un orfebre egipcio, se vería a Isis con las alas desplegadas a los pies del difunto, mientras su hermana Neftis estaría en la cabecera. Una, dos, tres, de un barrio todas tres, en toda religión que se precie, tres dioses, tres diosas; tres personas distintas y un sólo dios verdadero.


La simiente quedaba representada por los sacrificios del hombre y del perro, o del jabalí, o de los pájaros trigales, o de todo aquel que era enemigo del grano, he ahí los nueve rehenes, pues ya decía Thot: “enterrraré contigo a tus enemigos”. Y en la misma Irlanda cuando Cairenn, segunda mujer de Eochaid, madre de Niall, perseguida por Mongfind primera mujer de Eochaid, madre de Brian, Ailill, Fianchra y Fergus, dejó a su hijo Niall sobre la hierba en la llanura de Tara expuesto a los pájaros, ningún hombre de Irlanda se atrevió a cogerlo por miedo a la cólera de Mongfind. En ese momento llegó al prado Torna el bardo y vio al niño abandonado y a los pájaros que lo atacaban. Torna tomó al niño en su regazo y le fue revelado todo lo que más tarde acaecería. Y dijo: “Bienvenido pequeño huésped. Tú serás Niall de los nueve rehenes. Un día llegará en que harás rugir a una multitud entera. Las llanuras serán agrandadas, los rehenes serán abatidos, se enzarzarán batallas. Siete y veinte años tú mandarás en Irlanda e Irlanda será para siempre una herencia tuya.”


En aquel párrafo envuelto en alegorías, extraído del libro amarillo de Lecan, se hablaba de algo cierto, pues había ocurrido no hacía tanto, en el reinado de Niall Noigiallach, ¿Noigiallach…? ¿Noigiallach? ¿Qué significaba? ¡Ah! ¡Sí! ¡Ya! El de los nueve rehenes, que había reinado entre el 380 y el 405, fundador de la casa O’Neill que tan sólo hacía 400 años había perdido el poder. Habían sido tiempos de bonanza para Irlanda, por una vez iban de ganadores en algo más que en sus leyendas. Fundamentándose en aquellas leyes no tardaron en ser autosuficientes en materia agropecuaria, y les había ayudado sobremanera canalizar las sempiternas batallas tribales llevando las guerras más allá de sus llanuras, de sus acantilados; nada hay mejor para llevarse bien como tener un enemigo común. ¿Y todo por qué? La respuesta estaba en aquella canción. Un rey se impuso a las ideas clásicas de vivir, taló bosques y amplió llanuras donde cultivar el grano, quitando preponderancia a sus hermanos mayores, hijos de otra madre: la ganadería porcina, la ovina, la avícola y la caza, con las grandes extensiones necesarias para sustentarla. ¡Era así de simple!


¡Qué fácil era dejar volar la imaginación! Torna el druida (tornar en gallego significa espantar, evitar que los animales entren en las tierras de cultivo).


Aquello concordaba perfectamente con lo dicho por Thot en "El libro de los muertos": "Ptah despedazó a tus enemigos, prisioneros acatan tus órdenes, pues yo sostuve y consolidé a todos cuantos en la tierra participan en tu ser, encadenados traigo a los demonios de Set, para ti labré los campos, para ti llené los canales de agua, con la azada trabajé para ti. Conseguí cisternas para ti. Vigilé los terrenos para ti. ¡Oh Osiris! Los demonios muertos por mí te servirán de ofrendas sepulcrales. Sacrifiqué para ti bueyes y cabras…, para ti busqué alimentos. Traigo para ti…, para ti viví…, para ti maté animales capados. Para ti cogí pájaros en las redes. Encadenados a tus enemigos te traigo".


Bien es verdad que la simbología, el significado de aquellos animales, a veces mezcla de muchos, se había ido perdiendo y ya no había nadie que los pudiese interpretar al cien por cien sin ningún género de dudas, pues el mismo animal con diferencias sutiles complementarias podía significar justo lo contrario. Ya 1.300 años antes alguien se había percatado de eso y, allá por Alejandría, para que no se perdiese aquella simbólica forma de explicar las cosas, había escrito el ya perdido “Physiologus”, basándose en él se habían ido escribiendo otros. De hecho, ellos tenían una copia de las “Etimologías” de San Isidoro, y en el libro 12 se podía leer sobre las propiedades de los animales, sin embargo ya ni para el mismo San Isidoro estaba el asunto muy claro y sus conclusiones sólo se podían interpretar un tanto chuscamente. Pero por fuerza tenía que ser sencillo, pues todavía hoy si alguien se encuentra con otro con quien no se entiende, lo recurrente es el esbozo del dibujo en el aire o en el suelo. Para interpretar, lo importante era no dejar volar la imaginación y pensar que el hombre siempre hacía lo mismo, representar las cosas cotidianas, las del día a día, pues antes que en Dios siempre creyó en su panza, y que si a alguien le tenía que estar agradecido era a su entorno que le proporcionaba la manutención.



The Gundestrup Cauldron


La placa que hacía pareja era el busto del dios Mannaman, dios del mundo superior, atribución que se podía inferir de su torques. Por la cuenta que le traía, como todo marinero sabio, recogía su pelo en la nuca en una regia trenza de donde sus compañeros pudieran tirar para izarlo a bordo en caso de caer al mar. Cara afeitada, excepto la parte de la barbilla donde se podía ver una perilla cortada en forma de casco de barco, como correspondía a todo aquel que era dueño de una embarcación.


Con los brazos en alto sostenía colgados de cada mano un caballo, que lo era de medio cuerpo hacia delante a modo de mascarón de proa; de cada mascarón salían dos barcos, uno a medio hundir con la popa mirando al cielo, el otro en plena faena de navegar rematado, cual estela, por una larga cola de serpiente. Eran los míticos caballos de Mannaman que surcaban los mares, sólo faltaba la capa que hacía invisible al dios: la niebla. La simbología era clara, era tiempo de buscar puertos seguros donde fondear los barcos al abrigo del mal tiempo, pues a eso obligaban las leyes de todos los pueblos marineros cuando la Estrela Maris, Sirio, se iba a dormir. Cuando la reina de los mares desaparecía del cielo era el anuncio de la llegada de los primeros temporales otoñales. El pecho de Mannaman estaba atravesado de lado a lado por un largo cuerpo de perro en forma de arco, en cada extremo una cabeza, en cada boca un hombre; por una parte se lo comía, por la otra lo vomitaba. Según se miraba de frente, la cabeza de la derecha representaba al gran monstruo que comía en el poniente a Apolo, la de la izquierda era la que lo vomitaba, la que lo devolvía a oriente, después de recorrer por aquel arqueado cuerpo toda la parte oscura. Claro que él entendía que aquello, independientemente de la consabida penalización monetaria si los legisladores los cogían, era más bien un aviso práctico de los dioses de lo que casi seguro le pasaría a la tripulación que se atreviera a saltarse las leyes, cuando en medio de un temporal su barco se hundiese y con él los arrastrase a todos al fondo del mar, o encabritado por las olas en su cabecear los despidiese por la proa, en el arfar por la popa, y ni que decir tiene que en el bambolear los descabalgase por la borda, en definitiva los comiese el mar. Algunos marineros habían pasado por allí y todos sin excepción por cualquier cosa soltaban su expresión favorita: “la mar me coma”, y si hablaban de la gente que habían visto morir, jamás decían se ahogaron, siempre era un; “los comió la mar.”



Los tres meses de invierno estaban representados en una placa por la diosa madre, con el pelo recogido en un cordón a modo de corona, peinado de forma que desde el medio de la frente las ondas que lo formaban se separaban unas de otras hacia los lados. Le colgaban dos trenzas que laxamente, como sin ánimos, caían sobre los hombros bajando hasta sus pechos. Sin cruzarlos, los brazos recogidos sobre sí misma a la altura del pecho; manos entreabiertas, con cara y ademán de preguntarse extrañada qué estaba pasando, como dudosa a la hora de despedirse de alguien que se iba, o darle un abrazo al que llegaba. ¡He ahí a sus hombres! Padre e hijo a ambos lados de la cabeza. Estaba entre los dos soles, el que moría y el que nacía, representados por dos bustos: uno imberbe, el otro barbudo.




Haciendo pareja, el dios de la cara ancha y no menos nariz, pelo trenzado sobre la frente a modo de embravecidas olas que, partiendo del centro, yendo unas a la derecha y otras a la izquierda le coronaban la cabeza. En la cara, bigote y perilla de la que le salían dos largos mechones a modo de cayados invertidos. Como anteriormente Mannaman también él con los brazos levantados, aunque este en vez de barcos sujetaba a dos hombres por sus respectivos brazos, que a su vez sostenían en la mano del brazo libre, como enfrentándolos, cada uno un jabalí. Lo único que les diferenciaba era que a los pies de uno había un perro y a los pies del otro figuraba Pegaso: guerreros y pastores atados en casa por la crudeza del invierno se afanaban en la matanza.




Con el mismo cordón de pelo trenzado que la diosa del invierno, sin embargo con las ondas hacia abajo, y las dos trenzas ondeantes, juguetonas, que le caían más abajo de los hombros, la diosa madre como símbolo de la primavera rebosante de felicidad, sonriente, con los brazos cruzados y recogidos sobre un pecho de mamas pletóricas, abrazando zalamera algo que incluso para ella era inabarcable: el estallido de alegría del renacer primaveral. Flanqueándola, de cuerpo entero, los dióscuros, los gemelos Cástor y Pólux, los hijos de Leda con quien Zeus había procreado metamorfoseado en cisne. De aquella hornada había nacido Pólux el inmortal, y como aquella misma noche Leda también había tenido amores con su marido, también había concebido a Cástor.


Aquella historia mil veces repetida, dos gemelos, uno humano y otro divino, era la forma de interpretar la dualidad de la naturaleza humana: la espiritual, inmortal ella y la humana, carnal y perecedera. Protectores de la juventud y de los deportes, presidían los juegos olímpicos y, entre juegos y juegos, por no aburrirse también eran los protectores del ejército, principalmente de la caballería. A la izquierda, Pólux luchando con el lobo que en el invierno se había hecho dueño y señor de las llanuras, o con el león de Nemea, o con el monstruo enviado por Taranis, lo identificaban sus pintas símbolo del más allá, era el triunfo del hombre sobre el invierno. A la derecha, Cástor bailando sobre el hombro de la diosa de donde salía una cabeza de gallo de boca abierta y amenazante. ¿Sería el gallo de Asclepio? ¿Sería el gallo de San Pedro? ¿Sería la gran serpiente apincada con cresta de gallo de la que hablaba Taliesin en uno de sus poemas? ¿Sería ciertamente aquella serpiente la guardiana de las fuentes, a la que en primavera se le sacrificaba una doncella? ¿Sería la síntesis de los símbolos de la medicina de Asclepio, serpiente, gallo, perro, cayado y copa? Era todo aquello y mucho más, era la constelación serpiente que, allá por abril, reaparecía en el cielo y no se iría a dormir hasta finales de otoño. De la cabeza del gallo salía una hiedra, símbolo de la porfía y de la inmortalidad, que parecía bailar con el dióscuro, ¡poseí la rama de la hiedra!, cantaba también Taliesin. Desde noviembre hasta mayo era el tiempo en que los fenianos vivían entre la población, defendiendo viudas y huérfanos, custodiando puertos, cazando lobos.




A su lado, la placa que contenía el dios de la primavera, coronaban su frente tres trenzas de pelo en paralelo, trabajada barba y finos bigotes le daban un toque de serena tranquilidad a su rostro. Brazos levantados cuyas manos, en este caso, nada agarraban, tan sólo acotaban entre ellos y la cabeza del dios el campo de acción de Cástor y Pólux, era tiempo de libertad. El que antes luchaba con el perro del más allá, ahora parecía disparar una flecha que ya había partido, aquella que, en las representaciones tanto estatuarias como pictóricas, que todavía se hacían, se ponía en la mano de uno de ellos. El otro seguía bailando, sin embargo a sus pies ya no había un gallo, rebrincaba un caballo enjaezado para la guerra con un cuerno entre las orejas, Monoceros, la constelación que acompaña a Géminis, y sobre él un guerrero. Era tiempo de los juegos para elegir a los jefes de las partidas. Había llegado el tiempo de guerrear.





En representación del verano, la gran diosa cerrando el círculo en su modo de abarcar cariñosamente el mundo en el ciclo anual, pues si en la placa del otoño tenía el brazo izquierdo sobre su regazo y el derecho levantado, en la del invierno tenía los dos brazos abiertos sobre el regazo para acoger en su seno a todos sus hijos; en la de la primavera, los dos brazos cruzados sobre el regazo; en la del verano, cerrando el círculo, brazo izquierdo levantado y brazo derecho sobre su regazo. Para la diosa del verano el orfebre había utilizado el mismo troquel que para la del otoño. La misma diosa madre, la misma Isis, el mismo cuervo, las mismas grullas, el mismo perro erguido, pero esta vez Upuat no representaba el solsticio de invierno, ni los misterios de Osiris, esta vez representaba el solsticio de verano. Era entonces cuando el faraón tenía que sentarse en los dos tronos, el del Alto y el del Bajo Egipto, adornándose de lo más representativo de cada reino. Era la fiesta en la que se le entregaba al faraón el recuento del ganado de todo el país; era la fecha en que Ra hecho hombre competía en carrera con un toro; era la fiesta obligada, al menos cada treinta años, en la que el faraón tenía que demostrar a sus súbditos que se mantenía en forma. Ciertamente el orfebre en aquella placa sólo había trabajado los brazos cambiándolos de posición, al tiempo que había hecho desaparecer a la peinadora Neftis, al perro y al guerrero que yacían en su pecho. Era el tiempo en que la diosa madre, la diosa tierra, no tenía más trabajo que el de dar de comer a sus hijos.




Haciéndole compañía, el refulgente y risueño dios del verano. Corona de pelo abarcando toda la frente cual vigoroso follaje; sin bigote y con una barba de la que a modo de babero le salían tres largos rizos de cada lado. Sujetos por las patas de atrás, colgando de sus brazos levantados, dos ciervos. Era tiempo de veda, como mucho de la caza selectiva de los machos antes de la berrea. Era tiempo de ahuyentar la caza de los campos. Era el tiempo en que Hércules tenía que cazar la cierva sin verter su sangre, o sea ahuyentarla y como mucho cazar algunos machos dejando en paz a los de más de siete candiles y a los de menos de tres, quizás de ahí los tres rizos de cada lado de su perilla. Esa era la orden de Euristeo, después se le ofrendaban las cuernas a la diosa Artemisa Enoatis en sus templos. También allí había llegado la Iglesia católica con su sustituto, San Huberto, hijo del duque de Aquitania. Un día de Viernes Santo que iba de cacería, sus perros topan con un cérvido y en lugar de acosarlo se tumban mansamente a su lado, cuando llega al lugar de la bucólica estampa, una cruz de luz entre las cuernas le deja asombrado. Tocado por la mano de Dios no tardó en ser obispo de Lieja. A su muerte, antes de que su cuerpo se enfriara, ya había sido canonizado por el Papa Sergio I. Mejor olvidar todo aquello, volver a los orígenes y dejar a aquel santo varón con la justa fama que le sobrevivió, y los conventos que fundó, único refugio para la cría de los míticos sabuesos de San Huberto, sobre los que podría razonar más y mejor observando la placa interior de Cernunno.

Para apresar la cierva de Cerinea, del tamaño de un buey, cuernos de oro y pezuñas de bronce, Hércules la estuvo persiguiendo durante casi todo un año, ¿lo que va de Viernes Santo hasta el tres de noviembre?, ¿periodo de veda?, prácticamente ocho meses. Razonando todo aquello, recordó que la primera mujer de Finn, la madre de Ochîn, llamada Ossian, había sido una cierva, por lo tanto Ochîn, dios del pensamiento divino, transformación de Némed y Cernunno, jefe y alma de los fiana, dios de la poesía, era de esencia cérvida.



Dentro, otras cinco placas. Una de ellas representaba la fiesta de Samain, así llamada en la lengua antigua, que venía a significar asamblea, a la que ahora se la llamaba de Todos los Santos. Allí estaba representada la fiesta del primero de noviembre, comienzo de año del antiguo calendario cuando se abría el Sidh, el mundo de los dioses y de los héroes, tiempo de comunicación entre vivos y muertos. Allí estaba su representación figurativa en la que se veían dos pisos: en el inferior, moviéndose de oriente a poniente, cerrando filas, todos a pie, tres hombres tocando a generala con sus carnyx rematados en cabezas de caballo; espada al hombro, un hombre con casco de jabalí; después, seis lanceros con el largo escudo celta adornado con un sol en el centro; como enfrentándose a ellos el gran perro, el vigilante de las puertas del más allá, otra vez Upuat, el abridor de caminos, el que iba al frente de todas las manifestaciones militares, religiosas y civiles, precedía las más importantes celebraciones como el Heb-sed y los misterios de Osiris en Abidos, centro de peregrinación de los egipcios, adonde uno iba de muerto si no había ido de vivo. ¡Cómo le recordaba aquello a lo del santuario de San Andrés!

Tras Upuat, abarcando los dos pisos por su tamaño, el gran dios Esus, el dios labriego, el dios pescador, el dios podador, el dios talador, el que desbroza para tener tierras en las que sembrar y tablas con las que hacer casas y barcos. Allí estaba separando los dos pisos el árbol arrancado, en desagravio una víctima era colgada por el cuello de la rama de otro árbol. Por allí andaba Cristo crucificado. ¿O la víctima era Judas, que al fin y al cabo acabó ahorcándose en una higuera y Cristo era el árbol en sí mismo? También se le llamaba Mercurio, el interlocutor entre los dos mundos, el único que podía entrar y salir del infierno, aquel al que se le ofrendaba una víctima quemada; pero claro que también podía ser Taranis, por ser el dios de los truenos y de las tempestades, al que se le ofrendaba la víctima sumergiéndola en un caldero, vete tú a saber si para bautizarla o para guisarla, alegoría directa del cocinar la muerte para alimentar la vida. Siempre le había resultado chocante la coincidencia de toda religión respecto al bautismo, y el dicho de los antiguos de que, siendo soldado del dios al uso, todo aquel que moría en guerra santa, todas lo son, siempre hay alguien que intenta convencernos de eso, si era cocinado en el caldero sagrado, Bendigeidfran, o caldero de Daghda, o Grial, o Cáliz, durante toda la noche, al día siguiente renacería en Cristo.


Según decían las leyendas, por intentar hacerse con aquel caldero mágico de la regeneración para así poder crear Avalón, el mundo de la eterna juventud, sin que las almas tuviesen que morar en Tir na Ög…, había bajado Arturo a los infiernos. En el ceremonial de las tres muertes anuales dedicadas a los tres dioses: Teutates, Esus y Taranis, por ser Teutates señor de la guerra y del mundo inferior se le ofrecían por cremación, por allí debía andar el infierno, Jesús después de muerto también bajó a los infiernos. Claro que todos los días el sol baja a los infiernos en el gran caldero del océano, y al día siguiente vuelve a asomar por el sitio de siempre. Las aguas del mar son saladas, las aguas de la mujer también, el sol resurge después de su baño diario, el hombre y los animales se generan en el seno de su madre en la placenta llena de algo muy similar. Claro que quien baja todos los meses a los infiernos durante tres días no es el sol, es la luna, pues no es visible durante los tres primeros días de la luna nueva. ¿Sería Jesús alguien que quería retomar las más antiguas creencias del pastoril pueblo judío? ¿De todo pueblo pastoril? Pues para estos pueblos era evidente que quien regía los partos era la luna y por lo tanto era ella la deidad suprema. Cuando alcanzó la facultad de comparar aprendió a razonar el hombre, ¡por contraste! Si hasta donde soy capaz de llegar las cosas son así, donde no llego también lo tienen que ser y, por primera vez, comprendió que en el aparente caos había leyes que lo regían todo, puede que hasta el otro mundo. Allí estaba aquel gigante, el señor del mundo inferior, Peles, el rey pescador, el guardián del Grial, el mar en sí mismo, Teutates, Mercurio-Teutates, el tercer personaje de Mercurio Trimegistro. En un principio estaban las aguas y el espíritu de dios revoloteando por encima de ellas, y el fuego se hizo dueño del mundo abrasándolo todo, ¿alguien podía cantar mejor una puesta de sol? He ahí el paraíso perdido, el océano-útero. Si toda hembra antes de parir rompe aguas, y sus aguas son saladas, y luego da a luz a un nuevo ser, si el sol se sumerge en el mar para luego resurgir, del simbolismo y de la práctica del ahogamiento, metiendo a uno de cabeza en el caldero, era lógico deducir que el espíritu que allí se ahogaba al día siguiente renacería en otro lugar.


Una placentera ciudad está sobre una gran laguna
Inexpugnable fortaleza que el mar rodea
Después de la batalla de Arderyd nada me importa,
Ni siquiera si el cielo se desploma, y el mar se desborda
¿Hay mejor alegoría para el momento de relajación posterior al acto de reproducción?


¡Ah!, ese barullo, ¿es la tierra que tiembla?
¿Es el mar que se desborda,
de sus orillas cotidianas
hasta llegar al pie de los hombres?


Como ejemplo más contundente si cabe, aquel “Canto de la muerte de Corroy”

Las olas colman tu ancha fuente
Ella va y viene, corre y acosa.
El canto de muerte de Corroy la conmueve…
Tu amplia fuente las olas colman,
Las flechas atraviesan la playa sin dudar ni languidecer…
Después de franqueada la muralla de las ciudades,
El puro riachuelo blanqueó de repente
Mientras el vencedor proseguía en la mañana la matanza.


¿Era necesario explicarlo? ¿No era evidente que alguien estaba contando una noche de amores?Acaso aún siendo aquel el origen del razonamiento, los antiguos eran cualquier cosa menos estúpidos y non tardarían en percatarse, como se percataron, de la redondez de la tierra, del movimiento de los astros. ¡Y no iban! Si incluso habían llegado al don de la predicción de los movimientos celestiales, a medir el perímetro de la tierra basándose tan sólo en la sombra de una estaca y a hacer grandes relojes estelares, era entonces tiempo de Sagitario. Sin embargo, no es fácil erradicar costumbres enraizadas en la infinita superposición de estratos de miles de generaciones y aunque se modifiquen siempre queda un poso, un resabio imposible de quitar. Incluso sabiendo que el sol no se sumergía en ningún sitio, aquella hipérbole siguió sirviendo para narrar una realidad. Elucubraciones aparte, él sabía que aquel caldero, en realidad, era un recipiente símbolo del bien y del mal; si de él se bebía, uno podía volverse más listo, de espíritu más alegre; claro que de abusar, el viaje era a los mismos infiernos. Era, no había más complicación, el Cáliz en el que se consagraba la sangre de Cristo, la droga, el vino, la cerveza, el hidromiel que elevaba el espíritu humano a otra dimensión.


Insignes cuando salieron del caldero
Las tres inspiraciones de Gogyrwen


Cantaba Taliesin.

Era la pócima, fuese la que fuese, la que otorgaba los poderes necesarios para cada momento, ponerte en contacto con los antepasados, propia del Samain, o la pócima del conocimiento interior, propia del rito de iniciación en el mes de marzo, incluso el del brebaje que otorgaba el vigor de la locura que preparaba para la batalla. En marzo era el tiempo en que el sumergirse en el caldero o en el río no era un ritual de muerte, era un ritual de iniciación, era el bautismo, el lavar todo lo que en uno pudiera quedar de infantil cuando llegaba a la edad de ser soldado, guerrero de la tribu. Allí estaban los carnyx llamando a generala, allí la gente, un pie delante de otro acudiendo a la llamada de su señor, llevando el escudo con el que orgullosos volverían o serían enterrados con él, pues aquella máxima no sólo era de los espartanos. Allí estaba el perro de pie, plantándoles cara para comer lo que en ellos quedaba de niño, allí el druida bautizándolos, ahogándoles la niñez y con ella la forma de llamarles, pues de allí en adelante gastarían nombre de hombre. Tan sólo uno, el elegido, el más valeroso, el más diestro, el ganador de los juegos, era ciertamente sacrificado como regalo a los dioses. Aunque aquella fiesta fuera en honor a los difuntos, qué duda cabe, era la fiesta de los vivos, pues además de beber de la pócima adecuada, para ponerse en contacto con los muertos, para no contaminarse mutuamente con los recuerdos entre quienes vivían en distintos mundos, también realizaban el lavado corporal antes y después del encuentro con los antepasados. Siempre le había extrañado sobremanera que los cuerpos de los difuntos antes de enterrarlos fuesen lavados y perfumados con todo mimo. Su abuelo le había explicado que uno debe de presentarse allí a donde va lo más limpio posible, tanto de cuerpo como de alma. En fin, que desde la noche de los tiempos aquel lavado se hace con los cadáveres, para que su alma haga el tránsito limpia de todo vínculo terrenal, no sea que echen de menos la vida que tenían y vuelvan recordando y, por lo tanto, reclamando aquello que fue suyo .


Cuanto más reflexionaba más caía en la cuenta de que las religiones que, a lo largo del tiempo, habían muerto y nacido, se fundamentaban todas en la misma base, aquella que en los pueblos más primitivos se mantenía más cerca del origen. Claro que en la práctica, los ritos habían cambiado mucho, ¡por supuesto! ¿O acaso ellos de allí a unas horas no iban a rememorar un antiquísimo rito en el que él sería uno de los protagonistas? ¿No iba a ser él bañado en sangre?


Estaba divagando demasiado, mejor seguir con el análisis de aquella plancha. En el piso superior, cuatro guerreros de a caballo prestos para el combate siguiendo a la gran serpiente cornuda. Entre los dos pisos, a modo de división, a modo de puente del gran vado que unía las dos orillas, tumbado, el árbol de la vida y de la muerte con sus flores de tejo, las que, excepto a los pájaros y a aquellos que saben de la parte que se puede comer, quitan la vida con su veneno, las que curan con la dosis apropiada. De tejo era la madera que habia vestido el cuerpo de los faraones muertos, la que ni el tiempo ni la carcoma dañan, su madera era una de las tres que alimentaba el fuego sagrado. Los jinetes, todos ellos con distinto adorno en el casco, lo que denotaba que se podía, sumergiéndose en la simbología, deducir cosas más complejas. ¿Cómo era aquella otra canción de Taliesin?


nueve meses estuve
en el seno de Keridwen
una vez fui Gwyon,
ahora soy Taliesin,


O aquella otra de Tuan Mac Cairill que tanto monta monta tanto, pues los dos lo mismo son:


Buitre hoy,
fui antaño jabalí…
Viví primero entre la tropa de los cerdos,
Heme aquí ahora en la de las aves


Los cuatros jinetes iban de izquierda a derecha. El sexo del primero y del tercero lo tenía fácil de interpretar, pues no llevaban lanza y las colas de sus caballo les llegaban al suelo, por lo tanto eran mujeres. La primera, en su casco, sobre un pequeño soporte a modo de penacho, llevaba un arco parecido al que dibuja el sol detrás de una montaña cuando está saliendo. Era algo que le era muy familiar pues, con el consentimiento de la Iglesia, tapada su broncínea desnudez con algo de tela, todavía se veían por aquí y por allí aquellas imágenes como representaciones de la católica Virgen. Tanta fama había alcanzado aquella diosa, que su abuelo le había contado que, hecha no muy lejos de allí, se había exportado durante miles de años a toda la Europa celta. Era ésta una diosa de cuerpo entero, ojos de esmalte azul y prominente nariz, brazos a lo largo del cuerpo casi mimetizados con él; cosa extraña, pechos proporcionados y en su sitio, cosa más extraña todavía, estilizada figura, talle de avispa y caderas andróginas, remataba su cabeza un disco solar que se le incrustaba aunque en este caso de través, él siempre lo había visto como un aderezo más: la aureola de los santos. Ahora que se paraba a pensar sobre la cuestión, veía lo que realmente era: el sol sumergiéndose en el seno materno, en el mar, en la matriz.


El siguiente jinete sí llevaba lanza en ristre y, sobre la cabeza, lo que a él siempre le habían parecido cuernos de caracol, era el macho germinador del más allá, el toro al que se le ponían dos volutas de fuego en los cuernos. El siguiente también desarmado llevaba casco con jabalí, ningún animal como la hembra de éste como paradigma de madre valerosa y de fertilidad. El que le seguía también llevaba lanza en ristre y gastaba casco con tocado de pájaro, era el espíritu germinador, el que revoloteaba en el más allá mientras no hallaba cuerpo en el que reencarnarse. ¿Por qué dos parejas? ¡Coño! ¿No será…? ¡Claro! Cada vez que se hablaba de la concepción de una mujer que yació con un dios y con un hombre la misma noche, después pare gemelos, uno inmortal y el otro mortal. ¡Vaya! Tan sólo era una hipérbole, ¡nace uno sólo!, el dios le aporta la parte espiritual, la inmortal, el hombre su parte corpórea, mortal. ¡He ahí los dióscuros Cástor y Pólux!, y tantos otros. ¡Vaya, vaya! Seguían los cuatro jinetes a los que abría filas la gran serpiente cornuda, símbolo de la procreación, pues era en el otoño, últimos meses en que era visible en el cielo la constelación Serpiente, que la naturaleza se esforzaba por procrear a troche y moche. Era la representación del gran falo universal, allí donde eyaculara, fuera mujer, jabalí, cierva o rana, después del invierno, renacería el espíritu eyaculado en un nuevo cuerpo.


Aquel caldero no era en realidad el gran caldero que antiguamente era empleado por las druidesas para subir una a una a las víctimas por una escalera hasta su borde y allí de bruces degollarlas, para que en su interior escurriesen hasta la última gota de sangre, de donde luego bebería el pueblo. Ni siquiera era la gran crátera de cientos de litros, o bocoy equivalente, donde se ponía a fermentar el zumo de uva o de manzana, o se elaboraba el hidromiel. Ni siquiera era la gran olla, donde el que había ganado el derecho de ser jefe durante aquel año, después de hacer el acto sexual con ella, cocinaba la yegua blanca elegida para el sacrificio y, ya cocida, meterse dentro del caldero y comer de ella antes de repartir con el resto del pueblo. ¿Acaso el sacerdote no come y bebe el cuerpo de Cristo antes de repartirlo? ¡No! Aquel caldero no era la gran olla en la que se cocinaba la yegua, como mucho tenía la capacidad propia de un vientre de mujer con la barriga hinchada por la preñez. Concha se le llama a la entrada del órgano reproductor de la mujer, concha de vieira era la base, el recurso pictórico de donde se hacía nacer a Venus. Aquel caldero era la representación de todos ellos, en el que, de manera ritual en miniatura, se reproducía lo que antaño se hacía de forma brutal; en aquel caldero cabían bien a gusto las partes esenciales del sacrificio y con eso bastaba; en él, lo mismo se podía consagrar un poco de vino que un poco de sidra, de cerveza, de hidromiel, de poción mágica, la sangre de un hombre, su hígado, su corazón, puede que su cabeza.








Acompañaba a la fiesta de los inframundos la placa propia del otoño, la placa de Cernunno, el que fecunda el gran padre. Según la interpretación de la mayoría estaba sentado en el suelo, según él marcando un característico paso de baile copiado del patalear de las manos del ciervo en la época de la berrea. Allí estaba el hombre adornado con cornamenta de ciervo y los cabellos entrelazados en múltiples trenzas, aquellas que, lanzado a plena carrera por el medio del bosque, con tal de que una rama le moviera una de ellas, sería razón suficiente para no ser admitido entre los fiana, ¡no sería guardián!, ¡no sería cazador!


Cernunno, tratando de retrasar su partida, sostenía con la mano izquierda una serpiente para darle tiempo a que la naturaleza proveyera de abundantes y nutritivos alimentos: castañas, nueces, avellanas y bellotas que, al ser productos que se guardaban fácilmente durante meses, permitían pasar sin mayor dificultad el invierno a sus queridos hijos: muflones, cabras montesas, gamos, rebecos, ciervos y hombres, pues la serpiente, ¡la constelación Serpiente!, cuando desaparecía del cielo anunciaba el invierno, era el símbolo de la entrada del mal en el mundo, era el demonio, era, enroscada en la vara de Asclepio el símbolo de la medicina, no era casualidad que el principio de la primavera, cuando aparecía, y el final del otoño, cuando desaparecía, se cobrasen, entre los humanos, la mayor parte de vidas por causas naturales. Cernunno y la serpiente, eran el equivalente al hombre Ofiuco y a la serpiente que se le enrollaba en el cuerpo, eran Asclepio y la serpiente, era Belenus , dios de la luz y de la curación. Se veía la serpiente en los cielos desde abril hasta octubre, desde San Martín a San Martín. Las personas adoraban al ofidio porque su aparición anunciaba los nuevos frutos primaverales, y un poco antes de desaparecer de frutos no perecederos se abastecía la humanidad, y todo eso mucho antes de que la agricultura diera otras oportunidades y condenase al olvido al antiguo dios convirtiéndolo en demonio.


Como símbolo de alianza, de tregua total durante el periodo de berrea, en la mano derecha asía un torques que le ofrecía al ciervo situado a su derecha. Cernunno era la representación de la naturaleza cérvida de Ochîn, el poeta-guerrero que procedía de su madre cierva. Cernunno, con su cornamenta de siete candiles, acompañando al ciervo de ocho dejaba claro quién necesitaba de quién. Los ciervos, una de las primeras fuentes cárnicas de la humanidad, ¡sí!, los ciervos, aquellos que a lo largo de la primavera y del verano, exceptuando la caza selectiva, habían sido respetados por el hombre. En compensación, después de la berrea, el ciervo le cedería sus nutritivas carnes, su curativa grasa, su capa pardo-rojiza que daría ropas, incluso mortajas para los muertos. ¡Cernunno!, o también llamado Uindos el irlandés, hijo de Lugh, el cazador salvaje, conductor de almas, pues él es el que las manda de viaje, el que mata los cuerpos que las sustentan. El disfrazarse del animal que se iba cazar era lo que le permitía al guerrero acercarse a la escurridiza presa, lo que al hechicero en plena danza ritual le servía para invocar al dios de la caza cuando se levantaba la veda, y allá por el final de la época de caza, por las calendas de febrero, lo que les servía a hombres y mujeres para, disfrazados de los animales cazados, danzar hasta el agotamiento en gratitud por las otorgadas mercedes cárnicas.


Rodeaban a Cernunno, además del ciervo, algunos de los animales que le son bien queridos al hombre. Uno a cada lado de la placa, mirando al oriente, los dos toros blancos, invernales, nevados, propicios para el sacrificio. En la esquina derecha, en la parte inferior de la placa, no faltaban pintiparados a la realidad dos cariñosos perros de caza, los sabuesos de San Huberto, los mejores sacando las piezas de la espesura del bosque, con sus orejas recogidas por encima del pescuezo, adornado éste de hojas otoñales. Tenía delante a los llamados por los romanos “canes indagator”, aun ahora los más buscados para integrar las jaurías reales. Contaba Flavio Arriano que los galos disponían de unos perros carentes de gracia corporal, que venteaban el rastro ladrando y ululando como los perros de Carea, sin embargo mucho más ardorosos a la hora de seguir la pista. En su voz hay gemidos y lamentos que más parece que se lamenten y supliquen a que estén enfadados con los animales que persiguen. Decía Jenofonte en su “Tratado de cinegética” que eran unos sabuesos como unos perros grandes de ancha frente, ojos negros y orejas finas y largas. Incluso en las leyendas artúricas se hablaba de la antigua diosa de la caza, acompañada de un perro blanco y treinta parejas de perros negros persiguiendo a un ciervo blanco de diez candiles.


Un poco por encima de los dos perros, el mensajero del dios de las profundidades cabalgado por el dióscuro, el salmón de otoño, el que después de siete años remonta el río para desovar y morir; aquel, al que después de coger el primero, el campanu, se le guarda respeto durante siete días sin pesca para que los próximos años los siga habiendo. ¡Qué hermosa la leyenda de Cessair! Después de ser rechazados por idólatras por Noé partió con su padre Bith y su pueblo en tres barcos hacia Irlanda, siete años y tres meses tardaron en llegar, la de encajes de bolillos que tuvieron que hacer los frailes para cuadrar lo antiguo con lo nuevo. Algún día releería aquella hermosa narración que había dado pie al nombre de Fintan. De aquel salmón de nombre Fintan, el del blanco tiempo, el dios que se podía comer sin quitarle la vida. Contaba la leyenda, entre otras cosas, que en la última transformación de Tûan Mac Caîril en salmón fue comido y parido bajo forma humana, y un tal Finn después de comer del salmón de la sabiduría había absorbido el conocimiento de todas las cosas por ciencia infusa. He ahí el nieto de Nuadu, Mano de Plata, dios de la fertilidad. Aquel salmón tenía la boca deformada porque también se invocaba en él al otro pez que en invierno remonta los ríos: la lamprea, que ahumada también se comía en los blancos tiempos allá por el invierno. Dándole el culo al salmón, el oso, el otro animal bien amado de Cernunno, ¡el mismo Arturo!, que ya harto de salmón le daba el culo y se iba a dormir, dejando al hombre y al lobo que reinasen sobre el bosque invernal. Por encima de él, el perro blanco de la diosa, el perro del invierno, el lobo, en plena carrera mirando fijamente a oriente.



Le seguía la placa en la que dos dioses andaban en un tira y afloja por una media rueda. Uno, de medio cuerpo, barbudo y triste, con los brazos levantados, sosteniendo en la mano derecha el objeto de la pelea, colgado de su cuello un pequeño collar, que no torques; del otro lado de la media rueda, un joven, de cuerpo entero, tiraba de ella, cubría la cabeza con un casco de cuernos rematados en volutas, a él siempre le habían parecido los cuernos de un caracol, se acercaba su tiempo, ¡bien ricos que estaban! Pero ni en la placa de Samain ni en aquella eran tal cosa, ¿cómo podía habérsele escapado? Aquel casco, como el otro, era la representación simbólica de la cabeza de vaca con un sol en cada cuerno, era uno de los atributos de Isis en su representación más primitiva. Por debajo de los dos dioses, yendo de oriente a poniente, tres grifos, animales totémicos solares por excelencia, entre los dos de la derecha y el tercero, justo debajo del dios nuevo, la gran serpiente mirando fijamente a poniente, pero con el cuerpo en dirección al naciente, como si luchase por no dejarse arrastrar por la corriente celestial, sin embargo, a pesar de sus esfuerzos dos tercios del invierno ya habían transcurrido. En el mismo plano que los dioses, flanqueándolos, dos grandes perros con pintas, símbolo de los dos dioses que allí estaban, con un cuerno en medio de la cabeza, los dos en dirección al naciente; una vez más, para entender todo aquello tenía que recordar que los animales representativos del más allá siempre tenían el cuerpo cubierto de pintas. Era la fiesta de Ambiwolká. Imbolc, o fiesta de los partos, el primero de febrero, a la que ahora se la llamaba Candelaria.


Aquella media rueda que entera representaría al sol, en aquella ocasión, tanto representaba al nuevo sol que iba cogiendo fuerza como a la luna en su cuarto menguante. Eran las últimas boqueadas de la fulgente luna de enero, que empreña al cielo de tan densa claridad que permite ver en plena noche más y mejor, más cerca y más lejos que en pleno día muchos días de invierno, pues parece que alejándolos acerca los objetos. Los antiguos dividían el año en invierno y verano, por eso para ellos comenzaba el año el primero de noviembre, pero aquellas costumbres eran de cuando vivían de pastorear pájaros; después, apacentando otros animales se acomodaron a un nuevo calendario, el que regía para todo pueblo pastoril de ganado, para los que el comienzo de año acaecía después de la luna de enero. Para los que básicamente vivían de la agricultura el principio de año era otro, así se habían señalado las cuatro fiestas principales del año.


La combinación de todas aquellas formas de vivir, habían dado pie a aquel revoltijo de calendario. Aquellas figuras representaban la épica lucha entre Fergus, el amante de Maeve, y Esus/Cú Chulainn. Transcurrido medio invierno, ya acabando enero y con él la espectacular luna llena de ese mes dando las últimas boqueadas, era el dios nuevo, el nuevo sol el que iba ganando protagonismo a la noche, ganándole la batalla al dios viejo. Allí estaba la luminosidad de la luna de enero para testimoniarlo empreñándose de sus rayos. En la siguiente luna comenzarían a parir los animales. Para ayudar al nuevo dios se encendía un fuego sagrado, hecho con las maderas que daban frutos rojos y amarillos: tejo, acebo y serbal. Después, la gente tomándolas de la hoguera comunal metía aquellas brasas en cacharros agujereados por todas partes, a los que se ataba algo con lo que poder hacerlos girar, y así salir a recorrer las calles y los campos. Era la fiesta de la gran diosa lunar, patrimonio de los pueblos pastoriles, por la que luchaban los dos grandes perros: el perro Ferguson y el perro Cú chulainn. Era la fiesta de Santa Brígida, la renaciente hija de Daghda, la gran diosa danaana, la gran diosa del pueblo del mundo subterráneo, que unificaba en su persona a las antiguas druidesas, a las que luego en el mundo celta se les diera en llamar en los comienzos del cristianismo, conhospitae. Eran las que en la misa se encargaban durante la administración de la eucaristía de tomar el cáliz y repartir la sangre de Cristo entre los creyentes.


Santa Brígida, la Candelaria, personalización del fuego y del calor, venerada por los herreros, reminiscencia suavizada de las antiguas y crueles creencias de los pueblos pastoriles, pues la realidad del ritual era mucho más cruda, era la rememoración de aquel rito en el que sobre el gran caldero las druidesas degollaban a las víctimas, hombres y animales, para luego ofrecer a beber la sangre al pueblo, sus calaveras cocidas y descarnadas eran las que servían como recipiente para hacer girar en el aire el fuego sagrado. He ahí la fiesta de la exaltación del fuego y del agua lustral o suovetaurilia, sacrificio de un cerdo, de un carnero y de un buey; pues por algo era la patrona de los animales domésticos, primordialmente de las ovejas, ya que a primeros de febrero comenzaban a parir y a dar leche las que estaban en la cuadra al abrigo del invierno.


El enigma de la lucha de los perros representados por Cú Chulainn y Ferguson era fácil de entender por el rito romano de las fiestas lupercales, que se celebraban en Roma el día 15 del mismo mes, al pie del Palatino, delante de la cueva del dios Luperco inmolándole perros y corderos. Luego los lupercos, vestidos con las pieles de los corderos, echaban a correr y a fustigar a la multitud con unas correas de cuero para provocar los deseos libertinos propios de la procreación. Luperco era el que protegía los rebaños, el matador de lobos. ¡He ahí a los peliqueiros! He ahí Santa Brígida, la antigua diosa luna, la domesticada Virgen María, pues en esa fecha se celebra la fiesta de la Purificación de la Madre de Dios, al tiempo que la Presentación del Señor, el 2 de febrero superpuesta a la fiesta del fuego y de la fertilidad. ¡Claro! He ahí Santa Brígida. ¡He ahí! La antigua diosa luna, la que mejor marca los ciclos, la que más influye en los partos, incluso en los partos de la creación musical, poética y de todo arte que se precie, incluido el de la forja.





Después venía la placa con el busto de la diosa sobre un carro, las dos ruedas eran dos soles, debajo de ella el gran perro mirando fijamente a oriente. Flanqueándolo, dos grifos rampantes, según contaban animales míticos heredados de los mitannis, que a saber de dónde habían llegado a Mesopotamia 3.500 años atrás. Respecto a aquellos animales quiméricos, mezcla de águila, la reina de los cielos, y de león, el rey de los animales terrestres, él prefería pensar en ellos como síntesis de equilibrio entre la tierra y el cielo. Sus cabezas parecían empujar las ruedas del carro en direcciones opuestas, era el equilibro entre el día y la noche. Flanqueando la cabeza de la diosa, dos animales, que por lo que había visto en otros dibujos se daban un aire con los elefantes, más que nada por lo que parecía eran trompas. Sin embargo, a él aquellas cabezas siempre le tuvieron más pinta de jabalís con sus caninos que de otra cosa, pues aunque la trompa sí, las orejas nada tenían que ver con dicho animal, y los cuerpos menos, a saber si las cabezas de jabalí no estaban comiendo cada una una serpiente, en representación del invierno ya pasado. Aquellos animales, acribillados de pintas, y sus cuerpos y patas alargados símbolos inequívocos de los animales del más allá, eran las visiones hijas de las pócimas, principalmente de la ingesta de la alucinógena seta que abría las puertas de la fantasía y de la deformación. Como ejemplo viviente, con 39 años a sus espaldas por aquellos mundos de Dios caminaba y pintaba, un tal Bosco.


Era en aquel tiempo cuando las jóvenes en edad de merecer eran puestas en circulación. Era la fiesta de Beltaine, fuego brillante o fuegos de primavera, se celebraba a primeros de mayo la fiesta a la que ahora se le dice fiesta de los Mayos. Según el Lebor Gabhála fue la noche de la Hégira, el primero de mayo, cuando saliendo de Brigantia los partolonianos y milesianos embarcaron para conquistar Irlanda, esa noche era la fiesta de las hogueras en la que la gente danzaba a su alrededor en el sentido del sol. Era tradición hacer salir de las cuadras a los animales entre dos grandes hogueras para ahumarlos y así desinfectarlos de parásitos, cuando después de meses estabulados salían a pastar. Por eso su placa estaba representaba por la gran diosa Maeve Belisama, diosa de la luz y del fuego, sobre un carro, que legitima a la soberana y da fertilidad a la tierra; el carro representaba al propio dios Belenus o Obile/Bel, dios de la luz y de la curación, patrón del ganado, en el que figuraban las dos ruedas, representación de los dos soles, de las dos hogueras, que se encendían en la meseta de un otero, donde cabía toda la gente de la comarca; alrededor de las hogueras se trazaba un círculo que englobaba a la comunidad. Debajo de la diosa el gran perro, el mastín que protegía el ganado, adornado con el cuerno síntesis del collar de púas, que lo protegía de las mordeduras de los lobos al tiempo que lo hacía adecuado para la guerra, ¡teme más el lobo al collar que el hombre le pone al perro que al perro en sí mismo!





En conmemoración de los tres meses de verano, seguía la placa de Mono-ceros o caballo con cuerno, he ahí el caballo de guerra repetido tres veces, pues tres meses eran los que se permitía guerrear. Caminaban los tres de poniente a oriente; delante de cada uno un dióscuro, espada en mano, como si lo fuese a sacrificar, debajo de cada caballo, un perro, todos ellos con cuerno, corriendo de oriente a poniente. Sobre cada caballo, corriendo en la misma dirección que los otros perros, los tres perros con pintas del más allá. Junio y julio, era tiempo de caballos, era tiempo de rapa, era tiempo de meter en los rediles los caballos del monte. Rematada la tarea en campos y montes, era tiempo de fiesta, era el tiempo de Lugnasad, comenzaban las fiestas a primeros de agosto, era tiempo de celebraciones, de juegos, de justicia, de carreras de caballos. El 13 de ese mes era el día de san Hipólito, se festejaba a alguien que también había sido santo, había sido casto, había sido adorador de Artemisa, hijo de la amazona Hipólita y Teseo. Azuzado por la celosa Afrodita, por su madrastra tentado de amores, ¡dicho no!, acusado de intentar gozar con lo que no era suyo por la rechazada inductora, condenado por su padre, despedazado por cuatro caballos al galope atados a sus miembros, resucitado por Asclepio y acogido después por su adorada Artemisa. He ahí una vez más, la tan repetida historia: padre, madre, hijo. Hijo que ocupa el sitio de su padre en el lecho conyugal, y acontece que la causa de la condena y la sentencia la misma cosa son. Era la fiesta que más le seducía, pues desde su más tierna infancia se había sentido embelesado por los caballos.


Acababa de hacer un repaso mental a las placas de las cuatro estaciones y a aquella que ni de aquí ni de allá, ¡Samain!, y Cernunno que la acompaña en el tiempo con toda la bichería propia de la caza otoñal e invernal. Le seguía la placa de la festividad de Imbolc, la diosa que rige los partos, ¡la luna!, la diosa rodeada de los dos dioses, a continuación la placa de Beltaine y luego la de Lugnasad. He ahí las cinco, todas en el medio de cada estación.



Sólo faltaba la del fondo del caldero, donde un toro al que le habían arrancado los cuernos, al galope, en un regate, procuraba con la cabeza gacha cornear un perro que dejaba pisoteado bajo sus patas traseras. Con la espada cogida de arriba abajo, brinca un dióscuro por encima del toro con intención de clavársela en la cerviz. Otro perro ladra al toro por encima de su cabeza, había quien decía que era la representación de la inmolación del toro de Smertrius matando a los perros que Taranis había enviado para evitar el efecto del sacrificio. Él tan sólo lo veía como la gran fiesta que todavía se celebraba en todo pueblo que se preciara, era la fiesta en la que los pequeños perros de presa, en una lucha a muerte con el toro, intentaban inmovilizarlo por el hocico y por los cojones para que el matador lo pudiese rematar. Por debajo de su bandullo, siempre había visto la figura de un perro como lo vería un pájaro desde el aire, y su abuelo no había sido capaz de apearle de la burra hasta que le enseñó un códice del siglo XI donde estaba dibujada la rueda zodiacal, en la que entre Sagitario y Libra, en el lugar que le correspondía estar a Escorpión se veía dibujado un animal igualito al del caldero. ¿Escorpión? Claro que sí, ahí estaba el eje celestial norte-sur, primavera-otoño, marzo-septiembre de hacía 4.000 años, que por su gran sequía había dejado marcado al hombre. Fue aquella sequía la que había dado auge a las civilizaciones basadas primordialmente en el cultivo a las orillas de los ríos y que tan catastrófica había sido para los pueblos pastoriles, he ahí a todo el pueblo de Israel emigrando a Egipto.


Las otras placas, tanto las de dentro como las de fuera, a distintos intervalos se iban girando sobre las tallas interiores y exteriores del caldero base, única forma de que aquel reloj no atrasase. Los egipcios y babilonios lo habían vivido en sus propias carnes, pues sus pirámides y zigurats, por ser monumentales no se podían adaptar al transcurrir del tiempo celeste con sus cambios. A los antiguos les pasó lo mismo con los côrgawrs hechos con grandes moles de piedra, aunque éstos tenían más versatilidad porque los puntos de referencia de los tiempos cortos los representaban por medio de puntales de madera que cuando perdían su razón de ser sencillamente los trasladaban al lugar adecuado. ¡Sí! Aquel caldero era el receptáculo de las ofrendas hechas a los dioses desde la noche de los tiempos. ¡No! No eran los cielos los que dictaminaban el quehacer del hombre, fue él, que basándose en el ciclo de los cielos dibujó en ellos su quehacer, servía también, ¡por supuesto!, de reloj astral, de libro de historia universal, pues las raíces aunque tuvieran distintos nombres servían para todos. Además de todos los otros ejemplos citados, así hablaba del ciclo celeste el Edda de los escandinavos. Detenidas las fuerzas del mal representadas por el lobo Fenris, la gran serpiente Hrym que rodea el mundo, el perro gigante Garm y el dios de la muerte Loki, en la pelea decisiva del final de los tiempos luchan contra Odín, Thor, Freyr y todos los Ases, se matan entre ellos, Heindall, el dios primordial queda solo ante Loki, se matan el uno al otro y Sutr, el fuego, abarca todo el universo; sin embargo los dioses resurgen de la catástrofe universal encontrando las tablillas de oro de los antepasados de los tiempos primitivos. Sin haber sembrado los campos estos se llenaron de frutos, este será el reinado de Baldr, hijo de Odín, nueva y definitiva encarnación.


Si algún día pasaba por Salamanca tenía que ver la cúpula con la simbología completa de la bóveda celeste en la que entre las constelaciones destacaban los signos zodiacales. Fernando Gallego en su ir y venir desde su centro de trabajo en Salamanca y Ciudad Rodrigo a su casa natal, venía siempre que podía a ver a su abuelo. La última hacía cuatro años, cuando aún andaba a vueltas con el retablo de Ciudad Rodrigo a la vez que con la cúpula de la Biblioteca de Salamanca. Aquel pintor había sacado en aquella ocasión, de entre un lote, un boceto en el que se veía uno de los trabajos de aquella cúpula, y los dos habían discutido sobre él. Fernando sostenía que su asesor como astrólogo reputado para aquella obra, Abraham Zacuto, decía que el tablado del carro no era el adecuado y su abuelo erre que erre que sí, que ya lo había discutido con Zacuto por carta y que nones, que era evidente que el afamado sabio quería imponer su vena júdía, pero aquel cielo iba a ser el de los gallegos, no el del pueblo elegido.


Al parecer, Fernando, cada vez que tenía algún encargo importante, debatía el argumento con su abuelo. No recordaba ni una sola vez en que los hubiera visto juntos que no discutieran acerca de las tablas que pintaba, tenía toda la pinta de que la opinión de su abuelo era muy importante para él. Nadie le había dado permiso, nadie le había invitado a mirar por encima de sus hombros, sin embargo lo hizo. Todavía ahora si cerraba los ojos lo podía ver como si lo tuviese delante: un carro que tenía por tablado una puerta, ¡la del cielo! ¿Cuál de ellas? ¿La puerta de los hombres del solsticio de verano o la puerta de los dioses del solsticio de invierno? Las dos ruedas que se veían, eran el marco en redondo de dos cuadros: la rueda de atrás enmarcaba a Adán y a Eva, la de delante a un ángel. Sobre el tablado, una base de yunque rematada en atril que le servía de posaculo a Hermes, vestido de mago, con su vara en la mano derecha, aquella en la que se enroscan dos serpientes enfrentadas, caduceo le llamaban, emblema de concordia desde que Hermes con una vara separara a dos serpientes que luchaban. Contaban que había sido un regalo de Zeus, Afrodita y Hades al mensajero de los dioses, para garantizarle la entrada y salida de los dos mundos.


Pero él sabía que aquel símbolo era universal, la diosa china Nuwa también era representada por dos serpientes enroscadas de medio cuerpo para abajo, una falda abombada tapaba la unión de aquellos cuerpos de serpiente con la de dos figuras humanas hombre-mujer, rodeaba el conjunto una serie de constelaciones conocidas. Lo mismo se representaba en el mundo celta, en la religión cristiana estaba más simplificado, hombre y mujer, entremedias un árbol y enroscada en su tronco una serpiente. Los antiguos de todas las partes del mundo, como si tuviesen un saber ancestral común, procuraban dejarle a la posteridad la explicación del ciclo de la vida. Todas aquellas leyendas eran la escenificación del trabajo del hombre en la zona templada, delimitada por las dos serpientes: la del aliento gélido, Draco, que moraba en el septentrión y la del aliento abafador, la ecuatorial Hydra. Tiraban del carro dos cuervos. Después de razonar todo aquello estaba claro que era la puerta de los hombres, por lo tanto en el mismo plano, a su izquierda en orden de marcha, tendría que estar Libra y Virgo, a su derecha figuraría el segador. La puerta de los dioses seguro que la representaría con un carro parecido, reemplazando la figura de Hermes por la de Asclepio y sus atributos: su vara, su serpiente, su perro, en definitiva San Roque.






Recordaba bien sus discusiones, los dos para las cosas de importancia eran de genio subido, la vez que más quizás fuera aquella que…


— ¿Como no vas a terminar el encargo? ¿Acaso has perdido la razón, o qué?


— Si no me ayudas, no puedo terminar.


— ¿No haces venir de Flandes los bocetos de los fondos? ¿No dispones acaso de la colaboración de tu hermano Francisco y de cuatro ayudantes?


— Tengo, ¡claro que sí! Sin embargo no damos abasto, tenemos trabajo a espuertas. ¡Y que quieres que te diga! Nadie es capaz, ni siquiera yo, de sacar un mínimo parecido a esos siniestros rostros que tú perfilaste y ahora si no colaboras en los pocos que faltan saltará a la vista que una mano que tuvo que ver dejó de tener.


— Como a nadie le debe parecer mal la idea de que el caos sostenga la nada, si no eres capaz de convencer al obispo y a la reina Isabel de que permitan la tabla del Caos tal y como la diseñamos, en el centro NIHIL y debajo CAHOS, ni tiempo ni ánimo, tengo ni tendre para ir a Ciudad Rodrigo a ayudarte a rematar esas 52 tablas representativas de las 52 semanas del año de ese retablo.


— Al menos, cuando pasen por aquí los bocetos que vienen de Flandes, hazme el esbozo de las caras que te corresponden, si no el obispo, D. Diego de Muros, al que por cierto se le ha agriado mucho el carácter con la edad, no te quepa duda de que, cual anclas de sus serviolas, nos colgará por nuestras hombrías del campanario de la catedral de Ciudad Rodrigo y ni la reina Isabel, que merced tan grande seguro que te debe, será capaz de librarnos ni a ti ni a mí.


— Tú haz lo que te digo y yo haré lo que pueda desde aquí. Además, tienes que jurar que: primero, en ese nuevo encargo que tienes, esca cúpula en Salamanca, pintarás el nexo de unión entre las antiguas religiones y la cristiana como los dos acordamos que harías: poner en la base los vientos principales y debajo la estatua de la Virgen o del Santo que le corresponda a cada mes del zodiaco, de manera que cualquiera pueda leer con los símbolos actuales las antiguas enseñanzas. Segunda condición, oí que estabas tramando cambiar la firma, no creo que eso le parezca bien a los que te pagamos el viaje a Flandes y el año de estancia que echaste allí con tu primo; así que en nombre del pueblo al que perteneces seguirás firmando como lo que eres: Gallaecus, para tu vanagloria personal confórmate con poner Fernando.


— En el retablo de Ciudad Rodrigo, con cada Santo, con cada Virgen, con cada escena, hay un objeto alegórico a la antigua religión, ¿qué más quieres? En cuanto a la firma, es cierto que firmé con nombre y apellido algunas pequeñas obras menores en las que experimenté acercarme más a las figuras de las monedas de nuestros antepasados. Por allí las tengo en un cajón, tan sólo es un juego con la posteridad si es que perduran, pues quizás en el futuro haya alguien capaz de casarlas con mis otros trabajos, independientemente del nombre que figure en ellas. Puede que hasta en las grandes obras diferencien las pinceladas de los ayudantes de las mías, puede que hasta identifiquen como de otra mano tus caras sin saber a quién adjudicárselas por tu obstinación en mantenerte al margen de todo lo que huele a mundano, a la vez que intentas controlarlo todo. Además tenía pensado seguir firmando como hice siempre, pues soy tan hijo del pueblo de los pastores de pájaros como tú.

— ¿Vas a hacer el zodíaco como quedamos?

— ¡Claro!

— Entonces te ayudaré, y no te preocupes, que de Isabel y del de Muros, ese mariñán varado en secano, ¡de esos!, ya me encargo yo. Como mucho, como en este caso yo también estoy de acuerdo con ella, concédele a la Iglesia la aclaración que quiere que figure en la bóbeda. "La contemplación científica del cielo no debería hacernos olvidar que las maravillas que en él se contemplan vienen de Dios." ¡Ah!, si tanto te importa la posteridad, por mucho que los admires, deja de imitar aunque tan sólo sea superfluamente a Durero y a Bouts, pues como bien te dijo Jorge Inglés, ya que tienes cualidades para ser tú mismo, pincelada sobre pincelada deja ahí tu firma.

— De mi posteridad y de mi culo deja que me encargue yo; de lo otro, muy seguro te veo. ¡En verdad que pagaría por saber qué deuda tiene contigo la reina Isabel!


Definitivamente a la vista de aquel caldero y el recuerdo de aquella conversación, podía concluir que los que realmente sabían del tema, ni de broma veían en aquellas figuras dioses todopoderosos en los que creer a pies juntillas, y qué decir de la estupidez de que en el cielo estuviesen escritos los destinos de las personas en el ámbito individual. Sólo la ignorancia de la inmensa mayoría y la desfachatez de algunos iniciados, que de ello se aprovechaban, había diferenciado con el tiempo astronomía de astrología, ciencia de fraude. Bastaba con tener en cuenta aquel pasaje del Génesis: "haya en el firmamento de los cielos lumbreras para separar el día de la noche, y sirvan de señales a estaciones, días y años”. O aquel otro comentario del matemático y científico Al-Biruni: "las estaciones y el clima se establecen por las posiciones del sol en el zodiaco tropical, que es el que nos da las estaciones y por tanto el calendario adecuado para las plantaciones y otros trabajos agrícolas." Aunque él ya advertía que había gente que usaba la astrología como lectura del futuro personal.


¡Qué gran hombre aquel persa de hacía 500 años! Con gente como él y tantos otros, incluso dentro de la propia Iglesia, ¿cómo podía la cúpula de Roma demonizar a quienes decían que la tierra era redonda, cuando el multidisciplinar Biruni ya había calculado el radio de la tierra? Y había quien decía que el famoso políglota, para la elaboración de sus múltiples trabajos, tan sólo había traducido del griego, del sánscriro y del persa, su lengua natal, escritos milenarios que conteían aquel y otros muchos conocimientos, claro que quizás los patriarcas pensaban que al pueblo, incapaz de entender las cosas, había que manipularlo. No era una idea nueva, en el "Corpus Hermeticum" ya se decía que es impío divulgar masivamente un asunto tan lleno de entera majestad de Dios.
Era la eterna confrontación entre el pensamiento lineal, inamovible, estéril, de la iglesia, fuese la que fuese, y la riqueza nacida de la confrontación ideológica en el campo científico, como la llevada a cabo por el esponjoso cerebro de Al-Biruni con todos aquellos que dominaban alguna materia, fuese esta, astronomía, gemología, medicina, matemáticas o cualquier otro arte. ¿No fue acaso eso lo que le permitió no sólo aprender de los demás, sino que, puliendo de aquí y de allí, le había facultado para hacer grandes aportaciones al saber de la humanidad? Claro que tanto el escéptico, a la vez que creyente Biruni así como tantos otros de su misma calidad científica, incluido su abuelo, tampoco habían estado por la labor de poner en conocimiento del pueblo el saber de los sabios. El propio Biruni había traducido del hindú con alguna aportación de su cosecha en "El Libro de la India" aquel pensamiento que decía: "Expresando que no puede aplicársele a Dios las cualidades propias de los cuerpos lo definían los sabios hindúes como un punto. Mas si un ignorante escucha tal definición, sin entender lo que realmente se quiere expresar con la palabra punto, se dejará llevar por la idea de que todo lo poderoso es grande y tratará de otorgarle a Dios la más grande de las dimensiones. Si por adaptarte a su razonamiento, le dices: loado sea Dios que está por encima de las medidas y los números, es decir, abarca el universo todo y nada se le oculta, pensará el ignorante que lo hace por medio de la vista, mas como la vista sólo es posible por medio de los ojos, y dado que dos ojos ven mejor que uno, concluirá describiendo a Dios con mil ojos tratando así de explicar su omniescencia.


¡Sí! Si bajaba a Castilla tenía que pasar por Salamanca y por Ciudad Rodrigo y echarle un vistazo a la obra de aquel hombre con la que bastante tenía que ver su abuelo. Mientras, mejor volver al tiempo presente.