domingo, 28 de marzo de 2010

O BOTAFUMEIRO

Origen del botafumeiro el gran expendedor de droga y su relación con el Coire Fhis, el Coire Éirme y el Coire Goir




Para dormir bajo techo no tenía que buscar el peregrino posada, pues eran las iglesias y catedrales lugares de asilo y cobijo.



Cuentan que, al llegar la noche, para que los que allí dormían no lo hicieran en contacto con las frías losas, esparcían los frailes abundante heno por el suelo de la catedral.



Quien las crónicas escribió, escrito dejó: apilados como bestias dormían y como tales se comportaban, retozando los unos con los otros, sin privarse de hacer sus necesidades allí donde sus vientres les apremiaban.



La retirada del heno y las inmundicias dejadas a lo largo de la noche no evitaba que el olor a bravío y cochiquera lo inundase todo. Con la sana intención de hacer mínimamente respirable el aire y minimizar la olorosa peste y todas las otras que no entendían de noblezas y que cada cincuenta años diezmaban a la humanidad, se quemaba abundante incienso por los rincones, hasta que dieron con la idea del botafumeiro.



Gran mentira envuelta en verdad, el origen del botafumeiro es mucho más antiguo que aquel de plata que había regalado el rey Luis XI de Francia, quizás por eso, porque era gabacho, las tropas napoleónicas se consideraron con derecho a repatriarlo. Aquel incensario tan sólo había venido a sustituir temporalmente a otro anterior que había salido volando por la puerta de Platerías, creo yo que como aviso premonitorio a la pelirroja Doña Catalina que aquel día, camino del embarcadero de La Coruña, paró a escuchar misa en la catedral antes de embarcar para Inglaterra.



El botafumeiro era incluso anterior a ese que se supone era el reemplazo del que donaran Alfonso II y sus cortesanos. De una u otra forma, más grande o más pequeño, incluso fue anterior a la catedral. Existe desde que los hombres descubrieron el poder narcótico de algunos humos, y eso nos llevaría a tiempos de Iaccos, el dios celta de la salud espiritual.



En la catedral, no sólo perfumaban el aire, por las noches narcotizaban al personal con una mezcla que principalmente llevaba semillas de beleño negro, narcótico conocido por gitanos y descuideros de posadas, que lo utilizaban echando las semillas en los fuegos donde se arremolinaba la gente para calentarse, ellos salían y al volver ya todos bien dormidos les desvalijaban sin dificultad.



En iglesias y catedrales tan sólo los dormían con la sana intención de tranquilizarlos, y por el día, durante las celebraciones con otros humos ablandaban aquellas pétreas almas para que salieran de allí convencidos de que habían sentido la presencia de Cristo. Incluso no faltaba quien llegaba a alcanzar cierto éxtasis, ciertas visiones, pero o porque salía muy caro o porque la Iglesia no estaba por la labor de las antiguas costumbres, poco a poco, fue edulcorando los ritos de los viajes espirituales y cambiaron drogas por ayunos y latigazos, como mucho mantuvieron el rito del incensario, utilizando algo más que incienso sólo cuando la fe decaía y se necesitaba algún milagro. De este modo fueron hurtando a la humanidad uno de los ritos más antiguos: la comunión en comunidad con la espiritualidad; pues anteriormente la gente iba ex profeso a los templos, donde los sacerdotes o sacerdotisas conocían las plantas y las cantidades necesarias para ir lo más lejos posible sin poner en peligro la vida. Por eso peregrinaban, para alcanzar el éxtasis divino del viaje iniciático espiritual, que todo hombre debía realizar al menos una vez en la vida y que, luego, cristianismo y mahometanismo cambiaron por el viaje exclusivamente físico, para que la gente no tuviese la oportunidad de ver en su viaje extracorpóreo el alma de las cosas, los psicodélicos colores y la animación de lo inanimado.



Cuando Iaccos llegó a Grecia no tardaron en denominarlo Dionisios, el dios redentor, el desinhibidor, el dios de la cerveza, de la alucinógena hiedra y otras hierbas, pero había otros templos y otros dioses en aquel país, como por ejemplo Eleusis, donde tomaron como base de su alucinógeno el cornezuelo del centeno, cereal de montaña e inviernos fríos, San Iago manda el pan, San Miguel manda el vino, San Francisco la bellota y San Andrés el tocino. Pero fue en Galicia donde se mantuvo, a lo largo del tiempo, la fórmula original y el antídoto que transportaba a lo más profundo de los cielos o de los infiernos dependiendo del estado de ánimo. Cantaban los primigenios peregrinos aleluyas cuando se dirigían a Compostela, porque daban por hecho que Iago les serviría de guía en el camino que iban a emprender, el que ponía delante de uno su alma desnuda. Ya decía Apuleyo “a los límites de la muerte me acerqué, el umbral de Perséfone pisé y a mi vuelta todos los elementos atravesé, en plena noche vi el sol que brillaba en todo su esplendor, a los dioses del infierno y del cielo me acerqué, cara a cara los miré y de cerca los adoré. Estas son mis noticias, aunque las escuchéis estáis condenados a no entenderlas”. Ya Hesíodo nos dejó explicado que Prometeo no le robó a Zeus el fuego que calienta el cuerpo, sino el fuego que le permitió al hombre dar con la clave de la ciencia y Aristóteles ya decía que los misterios no estaban allí para enseñar nada, tan sólo para hacernos sentir y experimentar ciertas sensaciones y emociones. El kykeon o pócima sagrada, en sus múltiples fórmulas, sólidas, líquidas o gaseosas, era conocido por todos, pero el antídoto para volver del abismo del trance supremo, después de viajar hasta las profundidades de la mente, el que le permitió a Dante viajar a los infiernos y volver, tan sólo se encontraba en el lugar de origen del nemeton primigenio, del lubre de los druidas, muérdago y tejo eran sus ingredientes básicos.



¡Sí!, el humo, la hostia y el vino, sustitutos edulcorados de las antiguas drogas servidas en el botafumeiro, en el copón o píxide y en el cáliz o poterion, los sustitutos de los tres calderos: Coire Fhis, Coire Éirme y Coire Goir, atributos de la bandera gallega, que después se simplificaron en un sólo caldero o copón, el Coire Filiochta, que abarcaba los tres calderos de la poesía.