lunes, 7 de junio de 2010

Verde púrpura y azul colores de las religiones actuales y pasadas

Carmen preguntó con respecto a la bandera gallega: ¿Puedes alargarte más en la transcendencia del azul en las religiones? ¿Es siempre el mismo azul? ¿de dónde lo extraían?


Verde púrpura y azul colores de las religiones actuales y pasadas. Importancia de los brandaris





Tanto en la liturgia católica como en la de otras religiones,

colores y ritos fueron cambiando con el paso del tiempo, pero a pesar de todo hay tres colores que se mantienen.
Los colores de las tres religiones, cristiana, judía y mahometana son: púrpura, verde y azul.

En la religión católica el púrpura es un color venido a menos, empleándose tan sólo como símbolo cardenalicio y ropa de misa sacerdotal en ciertas celebraciones. Simboliza penitencia y duelo en Semana Santa, domingos de Cuaresma y de Adviento. El color azul está prácticamente desarraigado desde hace mucho, pero todavía se mantiene a trancas y barrancas como el color del manto de la Virgen, principalmente de la Inmaculada Concepción, simboliza la pureza. El verde podemos decir que es el color del tiempo ordinario en la liturgia católica. La regulación de los colores se debe a Inocencio III, 1193-1216, en un intento de asimilar los de las antiguas religiones que tan arraigados seguían en el pueblo.

El azul, en el ámbito celta, todavía se mantiene en la bandera escocesa; te recuerdo: cruz blanca de San Andrés sobre fondo azul. El pabellón naval ruso, de antiguo, es bandera blanca con cruz de San Andrés en azul. De hecho, cuando se quiso recrear la bandera gallega tenía esas características y la marina rusa protestó porque ellos ya la tenían registrada. Para que te hagas una idea de cómo se van superponiendo las cosas, baste con describirte el significado de Jorge: agricultor, el que trabaja la tierra, ¡ya ves tú! San Jorge, santo de gran devoción en Rusia, Inglaterra, Cataluña, Aragón, etc., se representa sobre caballo blanco, armadura blanca y capa azul. Sin embargo, por estos pagos actualmente el caballero que viste de esa guisa es Santiago, claro que en Galicia los gallegos no peregrinaban a Santiago, lo hacían a San Andrés, patrón también de Rusia, Rumania y Escocia, además de cabeza de la iglesia ortodoxa griega. San Andrés, San Jorge, Santiago: Andrés era hijo de pescador y fue el primero de los apóstoles; Jorge, labrador; Yago, el sustituto. No es casualidad que existan 12 apóstoles cuando existen 12 meses, en algunos pórticos verás que hay seis apóstoles altos y seis bajos. Los colores de cada mes fueron antiguamente representados por el color predominante de la vegetación. Por eso la purpúrea violeta es desde antiguo símbolo de muerte y resurrección, por ser una de las primeras muestras de la llegada de la primavera. Si ves alguna casulla blanca será siempre por navidad y festividades incruentas.

El azul de los judíos viene impuesto por Yahvé, más adelante podrás leer las razones.


El verde jade de los mahometanos era el color preferido del profeta, por algo fue el color elegido para la bandera que unificó a sus seguidores cuando conquistaron La Meca, y de ese color son las túnicas que visten los creyentes en el paraíso.

Lo increíblemente curioso, pero no por eso menos cierto, es que esos tres colores: azul, verde y violeta, como tintes duraderos a los que no les afecta ni la luz ni los lavados, tienen su origen en el moco de un animal.



Lo que sigue es un trozo de “Los pastores de pájaros”, novela en la que desarrollo este y otros muchos temas.

Deniz que cavilaba en todo lo que veía, y aun en aquello que tan sólo intuía, a saber porqué, puede que por lo orgulloso que se sentía de su abuelo, se fijó en aquel carísimo manto púrpura, teñido con el tinte extraído de tres tipos de buguinas: la mediterránea y estilizada cañadilla de concha amarillo-agrisada; la del rechoncho busano de color gris pálido con tres franjas pardo-violetas, que gusta de aguas más frescas, empleada básicamente para definir tonalidades de la mezcla de las otras dos y conseguir más brillo; y la thais haemastoma, con sus nudosidades en espiral y su boca rojo-anaranjada, que sabía era abundante por todas partes, desde el Mediterráneo hasta las frías aguas de Bretaña. Los bretones la seguían pescando para exportarla a los fríos y apartados países escandinavos, donde tan apreciado era el tinte que de ella se sacaba para mejor fijar el mismo color extraído de animales o vegetales, principalmente de la cochinilla de Polonia y de ciertos líquenes.

El preciado tinte non era otra cosa que el moco de esas tres buguinas, que al principio es de un blanco transparente, pero después de teñida la tela, al contacto con el aire y con la luz del sol, se vuelve verde jade, el color de los mahometanos; un poco más al sol y se vuelve púrpura, y exponiéndola hasta su total secado vira al azul de los judíos. ¡Hete ahí, los tres colores de las tres religiones! Había sido tal la codicia por aquel tinte que la cañadilla y el busano estuvieron en un tris de la extinción. Además de por el estaño, fue esta una de las razones por la que los fenicios se acercaron a las costas gallegas. Las templadas aguas de las rías eran un hervidero de dos de aquellas conchas: el busano y la thais haemastoma, y puede que de la cañadilla, pues en aquellos tiempos, 3.000 años ha, el clima en su recorrer de meses estelares era más propicio. Nada que ver, como le había contado su abuelo, con el clima actual, y mucho menos con el que hubo en la costa gallega, desde Lisboa hasta el Ortegal, hacía 15.000 años.

Se había producido por aquel entonces de manera masiva el retroceso de los hielos en montañas y océanos del septentrión, y tanto subió el nivel del mar en las costas del mundo entero que las gentes que habitaban las orillas de los mares tuvieron que dejar sus casas sumergidas y recrearlas en las cimas de los montes. Había parido aquella hecatombe la infinidad de leyendas de las ciudades sumergidas que todos los pueblos cuentan por doquier. Paradójicamente aquella subida de temperaturas no repartió el calor por igual, y en el noroeste de Iberia hizo más frío que durante el apogeo de los hielos, hacía 25.000 anos; pues por el gran mar del poniente, a lomos de sus corrientes, en pleno retroceso de los glaciares, se habían acercado a las costas gallegas grandes islas de hielo, que habían hecho que a la tierra gallega le castañeasen los dientes; mientras que en el resto de los países celtas, desde Bretaña hasta las tierras más norteñas de Suecia y Noruega, gozaban de buena temperatura.

Cuando ya no quedó en los mares del norte hielo que derretir, hacía 5.000 años, llegó la gran sequía de Tauro, que obligó a muchos pueblos meridionales a olvidarse de la caza y del pastoreo de las aves, para dedicarse a la agricultura y al pastoreo de secano; tórridos calores sufrieron los países sureños, por el contrario, tiempo de bonancible verano que duró más de 3.000 años para el pueblo celta. Fueron años de bonanza y grandes migraciones, puede que las propias cañadillas también hubieran emigrado del Mediterráneo en busca de aguas menos cálidas; lo importante es que, fuese por sobreexplotación o por el cambio de clima, de la escasez de las buguinas en el Mare Nostrum y de la importancia de aquel color daba fe el que tan sólo César fuese autorizado por el Senado para vestir un manto púrpura, cuando y como quisiera, pues antes y después de él tan sólo, como toga triumphalis, les era autorizado a los generales victoriosos el día del desfile. Hasta Domiciano, que por sus propios cojones se atribuyó la potestad, ningún emperador había osado llevar aquella toga a diario. Nerón, bajo pena de muerte, prohibió, incluso a quien pudiera comprarla, el vestir sin permiso ropa teñida con púrpura de Tiro. Los altos magistrados llevaban teñida de ese color una pequeña franja en su toga y los ciudadanos romanos se distinguían de los demás habitantes de Roma por llevar en su ropa una finísima raya púrpura.

La anécdota que más y mejor hablaba de la importancia de aquel color era la de Alejandro Magno, aquel que había honrado la tumba de Aquiles mientras su amigo y amante Hefestión lo hacía con la de Patroclo, pregonando de este modo a los cuatro vientos su amor por aquel, por el que luego mandó crucificar al médico Glaucias por non haber sabido atajar la dolencia de su amigo. En su entierro, no encontrando Alejandro nada más caro ni a su bolsillo ni a su corazón, como culminación del máximo homenaje posible, había mandado entoldar con púrpura la pira funeraria de su gran amor. También dejó poso histórico de la magnificencia de aquel color la nave desde la que Cleopatra había contemplado la batalla de Actium, pues el velamen de su nave púrpura era.

En la Iglesia seguía siendo el color de los cardenalicios, y los sacerdotes tan sólo empleaban ropas rituales de ese color en ciertas fechas, teñidas con el liquen orchilla de montaña o con la orchilla de los cantiles marítimos, consiguiendo de ellas la púrpura de los pobres de la que ya nos había dejado noticias Dioscórides. Los más pudientes de entre los sacerdotes las comprarían teñidas con kermes, tintura rojo-escarlata extraída de unas bolitas del tamaño de un guisante, que se encontraba en algunos tipos de roble, principalmente en el carrasco rebollo. Su abuelo le había dicho que aquella bolita la hacía la hembra de un insecto, paradigma de la maternidad, pues después de poner los huevos pegados a su vientre, los protegía enrollándose y dejándose morir para que cuando eclosionaran sus hijos pudieran servirse de ella como comida; de este modo, y no de otro, es la naturaleza de la tal cochinilla. Para conseguir la tintura era suficiente con pulverizarlas y diluirlas en agua. Para la Iglesia, ¿puede que respetando antiguas tradiciones? ¡Seguro que sí! Era el color de la penitencia, del perdón y la reconciliación. ¿Es que cabía alguna duda de que lo que allí estaban haciendo tan sólo era una reminiscencia del pasado?

Sabemos por Aristóteles que valía un gramo de tintura diez o veinte veces su peso en oro, y en el tiempo de César, costaba una toga teñida de tal modo el jornal de toda la vida de un funcionario medio. Nada extraño sabiendo que para conseguir dos gramos de colorante hacían falta 20.000 buguinas, que únicamente teñían un metro de tela. ¿De dónde vendría la simbología de aquel color? No podía ser por lo caro que era, pues aunque no se fijaran tan bien y permanentemente a las telas, había otros modos más baratos y fáciles de teñirlas de aquel color, por ejemplo con la hierba rubia o granza, con las orchillas, con diversas cochinillas de distintos árboles y arbustos; incluso con sangre y distintos minerales se conseguía aquel color. Tan fácil era dar el pego en el color, que no en sus propiedades, que ya Salomón se vio en la obligación de perseguir a los falsificadores que empleaban el índigo para teñir sus telas y luego venderlas como púrpura de Tiro.

La leyenda, transparentando la verdad, contaba que había sido Hércules, también llamado Merkarth en fenicio, y su novia Tyro, quienes un día paseando por una playa de Iberia, vieron como el perro de Hércules de una dentellada partía en dos una cañadilla, y observando Tyro que le quedaba la boca de un hermoso color morado le dijo a Hércules que, mientras no consiguiera para ella una túnica teñida de aquel color, de nada le iba a servir que la cortejara. El pobre Hércules tuvo que reunir cientos de miles de aquellos bichos, pero claro era Hércules, y no iba a dejar que se le colase entre los dedos aquella hermosura por trabajo tan fútil. La única verdad en todo aquello era que desde la antigüedad el paño teñido en la fenicia Tiro y en la rayana tierra de los canaanos era el de más fama. Por algo Canaán significa tierra de la púrpura.

También había quien decía que en esa tintura estaba basada la leyenda del vellocino de oro y puede que no fuesen desencaminados, pues del tal cordero se decía que era hijo de Poseidón, el dios del mar, y de la ninfa Néfele, ¡bien cierto que la buguina carnero es!, puesto que, a modo de cuernos, no le faltan múltiples protuberancias alrededor de la concha, ni las dos de la cabeza cuando la echa fuera. Ciertamente a él le gustaba más aquella idea del vellocino que la del vellón de carnero echado en el lecho de un río aurífero, para que en él fueran quedando las pepitas y después de secado, recoger del suelo las que cayesen al sacudirlo. Puede que el becerro de oro de los israelitas tuviera mucho que ver; puede que aquel pueblo no anduviese tan perdido por el desierto del Sinaí, cuando por falta de trabajo, por la presión del pueblo egipcio, un primer grupo encabezado por Moisés, los más parias de los judíos, salieron de Egipto; puede que en la otra ribera del mar Rojo hubiese aquellas buguinas u otras de características similares, y el pueblo de Yahvé olvidara sus primordiales obligaciones del pastoreo, para dedicarse al lucrativo negocio del teñido de telas elaboradas con la lana de sus ovejas. ¿Tendría algo que ver todo aquello con la adoración del becerro de oro?

¡Sí! Su abuelo, aun non perteneciendo al estatus establecido, era importante, muy importante, y no tan sólo por lo que costara aquella amplia toga que ciertamente estaba teñida con moco de buguinas.

Ahora que con remiendos cogidos de aquí y de allí se estaba haciendo un traje, que tan sólo le serviría como práctica de aprendiz de sastre en el campo de las ideas, recordó que en el Talmud se decía que el argaman, palabra judía que los griegos tradujeron por purpúrea, se obtenía de una criatura marina viva que no tenía huesos y cuyo cuerpo estaba rodeado de una concha.

Cuando Dios le habló a Moisés, entre otras muchas cosas le dijo: “dile a mi pueblo que en las borlas de las esquinas de su ropa incluirán una torcedura de lana azul cielo, así lo harán por todas las generaciones, esa será vuestra identificación entre todos los pueblos, y cuando las veáis recordaréis los mandamientos de Dios y los guardaréis sin dejaros arrastrar por el corazón y los ojos”. Aquel color, estaba claro, era del gusto de Yahvé, pues cuando les dio las instrucciones para la construcción del templo también les hizo saber sus preferencias: “me haréis un tabernáculo con las paredes pintadas cual cielo azul, cual idílica agua de lago, si así lo hacéis moraré entre vosotros”. Ciertamente aquel color también nacía del mismo moco, pues la tintura violeta carmesí, si se expone al sol hasta su total secado, vira a ese hermoso azul.

¡Por cierto! Aquella vez que su abuelo le había hablado de China, le había contado que a su capital los propios chinos la llamaban la Ciudad Prohibida púrpura y a su palacio imperial la región púrpura. También para ellos era el color simbólico del cielo y del emperador, y lo mismo que para griegos y romanos, una estrecha franja en su ropa era el color que identificaba a los administradores de justicia en aquel apartado país.

Puede que su abuelo y la Biblia tuviesen razón en cuanto a que el origen de la humanidad era uno, algo de eso debía de haber, pues sino no se entendería semejante serie de coincidencias, que a nada que uno rascase emergían por todas partes. Puede que aquel libro no mintiese cuando decía que hasta la construcción de la Torre de Babel todos los pueblos usaban la misma palabra para las mismas cosas. ¡Puede!, ¿tan sólo puede? Quizás aquel color en China tan sólo era una de las reminiscencias del pueblo de los pastores de pájaros que por allí habían llegado, aquellos a los que los orientales llamaron cans roig.

Según su abuelo, el mejor empleo que se le había dado a aquella tintura había sido la de utilizarla como tinta para escritos, dibujos y pinturas; y no tan sólo por su colorido, más bien por su perdurabilidad a las inclemencias del tiempo, y al tiempo mismo, incluso al agua salada. ¿Con qué si no estaban pintadas las fauces y los ojos de los dragones de aquellas embarcaciones que tomaron su nombre del griego antiguo y que venía a significar serpiente con cabeza de dragón?, ¡los míticos drakkares vikingos!